Pilli
a Osvaldo Lugo
Pilli era el apócope de Pilliner. Y Pilliner era un negrito (en el sentido más cariñoso de la ausencia de color) guasón, muy muy desgarbado, que llevaba la sección de atrezzos del Teatro Guignol de Camagüey (que por entonces dirigía un siempre esquivo Mario Guerrero) y del Conjunto Dramático de Camagüey (que, por ese entonces, tenía dos directores principales: el argentino exiliado Pablo Verbitsky, y Pedro Castro). Usaba una perilla canosa, nada copiosa. Su imagen recordaba la de un cantante de jazz de New Orleáns o la de una sombra chinesca en un vodeauville de principios del siglo XX en algún teatrucho de Chicago.
Vivía en una casa muy humilde —de ésas que en la primermundista España llamamos “chabolas” y allí no sé si tenían un nombre determinado—, creo que con su madre. Recuerdo una fiesta en aquella casa, aunque la algarabía tenía más bien lugar en la puerta y en un espacio de tierra que se asumía algo así como un portal. Aguardiente de caña a pulso, cómo se llamaba... ¡Coronilla! Los primeros palos siempre me entraban a fuerza de arcadas. Bueno, allí vivía Pilli, pero, en realidad, su cuartel general era la Casa Teatro (calle Cisneros esquina a General Gómez), una noble casona antigua de las que alguna vez fueron palacetes coloniales. Estaba en la misma acera y manzana del Juzgado y desde la balconada interior, por encima de los hermosos y frondosos patios camagüeyanos, veíamos desenvolverse el juicio por el caso de la Fiesta del Barbero, que puso de moda, ya para la posteridad, el término “fiesta de percheros”, erróneo y absurdo como todo lo inventado con intención malévola. Carlos Victoria narra esta escena en su novela “La Travesía Secreta”: “mira a Benny”, “aquél es Larita”, “ése se parece a Papo” y nosotros tratando de escuchar lo imposible. Para los más jóvenes de nosotros, aquel juicio fue como la presentación en sociedad, nuestra puesta de largo, nuestra fiesta de quince, y todos quedamos silenciosamente traumatizados. No podíamos imaginar que a aquella gran farsa seguirían para todos otros escarmientos más severos, incluso para los protagonistas de aquel guiñol de pacotilla.
La imagen de Pilliner me es inseparable de un “carnaval” en el callejón del Jaime que se alzó espontáneamente como “zona gay”. Uf, madre, hablar de Cuba es abrir una caja de Pandora llena de paréntesis, puntos suspensivos, corchetes, incisos numerados, aclaraciones, referencias, explicaciones miles, porque, como nada es lo que es, si sobre el papel o sobre el éter dejo por sí solas esas dos palabras (“zona” y “gay”), ya aparecerá de inmediato una loca de Shangay que lo esgrima para defender la Revolución y decir que nunca existió la represión. Lo que quiero decir pero no me sale porque es tan difícil y tan simple de explicar como una mirada de identificación entre dos hombres, es que todo el mundo sabía lo que pasaba pero nadie hablaba de ello. Por supuesto, también lo sabía la policía. Pues nada, simplemente asocio los recuerdos de Pilliner y de aquella calle porque una de esas noches el suicida realizado remataba todo lo que se hablara con la frase “Distancia y categoría”, viniera a cuento o no, y los que todavía no nos habíamos suicidado nos tronchábamos de risa. La memoria es tonta, ya lo sabemos, además de insondable.
En algún momento de aquellos años, un chico llamado Edel se incorporó a la Casa Teatro, también como attrezzista. Edel era medio vecino mío y frecuentemente pasaba frente a mi puerta emergiendo de Florat, el barrio marginal que quedaba a espaldas de mi casa. Además de compañeros de trabajo, se hicieron grandes amigos él y Pilli, prácticamente inseparables. Pero lo que ninguno de los dos podía imaginar por entonces era que la búsqueda de la libertad por parte de uno de ellos llevaría al otro a buscar su muerte.
La empleomanía del patio que pasa ligera ante este escrito, tal vez recuerde que en los años 70 se comenzó a premiar el buen comportamiento de los ciudadanos (que, en este estado de cosas, eran merecedores de ser llamados “compañeros”) con viajes a los países socialistas —los llamados “países satélites de la Unión Soviética”, según el léxico de la guerra fría— que podían costearse en moneda nacional (e inservible en cualquier otra parte del mundo que no fuera Cuba). No era necesario colaborar como informante del Ministerio del Interior o de la Seguridad del Estado, ni ser presidente de vigilancia del Comité de Defensa de la Revolución, ni escribir un poema a la Federación de Mujeres Cubanas ni, en fin, llegar tan bajo como cientos y miles de personas lo han hecho antes de pasar a residir en Miami o en Madrid. No, simplemente había que portarse correctamente: ser un buen trabajador, con iniciativa y disposición, hacer trabajo voluntario, ir a cortar caña, hacer las guardias del comité o de lo que fuera... en fin, aparentar que aquello te interesaba un poco. Entonces te daban esa oportunidad; y como salir de Cuba era “salir de Cuba” no era cuestión de pensárselo dos veces. Por otra parte, y no por última menos importante, el avión de Cubana o de Aeroflot (lo que sea) hacía escala técnica en Gander, Canadá. Como otros muchos, Edel, que aparentaba ser bobo pero que nunca lo fue, pidió asilo político en Canadá.
Y allí comenzaron los problemas para Pilli.
La Sécurité de l’Etat camagüeyana, con sede en Villa María Luisa, comenzó a hostigarlo sistemáticamente. Hubo una especial intensificación de visitas y “paseillos” al hermoso barrio de La Zambrana, donde quedaba la villa, a cualquier hora del día o de la noche. Muchos asistimos a aquella trama sabiendo y no sabiendo, adivinando, intuyendo, no preguntando, mirándonos en silencio. Querían que admitiera que él sabía de los planes de su amigo Edel para convertirse en glorioso desertor de la Revolución. Una noche fueron a buscarle sobre las diez de la noche y lo soltaron unas horas después. Volvió a la Casa Teatro. Se cortó las venas, se bebió una botella de salfumán y se tiró por uno de los balcones que da a la calle Cisneros. Todavía duró unos días, a pesar de que el ácido le había corroído completamente los órganos interiores.
Nada mejor que aplicar aquí el dicho de “matar dos pájaros de un mismo tiro”, certero disparo de los que siempre serán anónimos responsable. Nunca supe qué fue de Edel, pero estoy seguro de que su libertad siempre habrá tenido un desagradable sabor a sangre.
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© 2009 David Lago González
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