viernes, 13 de febrero de 2009

Rolando H. Morelli - sobre "Las armas y las letras de Fidel Castro", escrito por Jorge Edwards

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Desde Madrid, donde reside, un amigo entrañable, poeta, cubano, exiliado, me hace llegar por correo electrónico el interesante artículo de Jorge Edwards “Las armas y las letras de Fidel Castro”, en el cual el escritor y diplomático chileno, (quien fuera el primer representante de Allende en La Habana) sostiene a propósito de las más recientes declaraciones del Coma Andante, que Castro ha sido en secreto una especie de escritor frustrado. Sin embargo, algunas de las afirmaciones que al respecto formula el narrador merecerían ciertas consideraciones. “En el otoño de su patriarcado” —nos dice Edwards— “y de acuerdo con su propio anuncio [el tirano] se dedicará a escribir”, de lo que concluye que “el hecho de que [Castro] termine su ciclo humano dedicado a [ello, es decir], a influir desde la sombra por medio de la palabra escrita”, constituya una conducta que “no deja de ser elocuente y sorprendente”. Primero, carece de fundamento decir que sólo ahora se dedicará Castro a “influir desde la sombra por medio de la palabra escrita”. La ubicuidad del tirano a lo largo de este medio siglo de historia podría explicarse más bien en función de este saber estar siempre, bien estando o tras bambalinas. El método, por otra parte, no es nuevo. Stalin supo emplearlo a maravilla y contó con menos años en el poder para perfeccionarlo. Por lo tanto, tampoco habría que sorprenderse de nada. No hay nada de sorprendente en el hecho, y a juzgar por lo que apunta Edwards tampoco parece que sea muy elocuente si no consigue ser entendido en sí mismo.

Tal vez las claves de cierta confusión aparente en las afirmaciones de Edwards se expliquen en principio por la falta de distingos entre el escribir y el representar. No se trata de una distinción arbitraria ni insustancial. Y si se lee con provecho el artículo de Edwards, se verá que aunque el narrador hable de la escritura, a lo que en realidad se refiere es al teatro político, del pequeño y gran guignol montado, dirigido, coreografiado y protagonizado por Castro. Una única vez se refiere Edwards a la escritura atribuida por él al sujeto, es decir cuando sin dudas susurró éste al oído de los escritores cubanos bajo su férula una carta-denuesto contra el comunista, pero vanidoso e independiente poeta chileno Pablo Neruda, que rehusaba adscribirse a un nuevo papel bajo la tutela del déspota. Este mismo ejemplo que ofrece el articulista corresponde al teatro, es decir, a la escritura con un propósito de montaje escénico. Coincido con Edwards al señalar a renglón seguido las excepcionales dotes histriónicas de Castro, de lo que ofrece como ejemplo, entre otras perlas, el momento de su primer encuentro como representante de Chile en La Habana, una madrugada del año 70, con un Castro de vuelta de anunciar a los cubanos el desastroso fracaso de una disparatada zafra azucarera concebida por él como decisiva para la nación, y en la que manu militari embargó cuántos recursos económicos y sociales contaba el país, para conducir lo que debía ser una campaña militar librada en el terreno agrícola. Como digo, no me parece nada descaminado Edwards al señalar esta atracción secreta del tirano por la literatura y en especial por el teatro, pero no se trata ésta de una afirmación nueva. Puestos a ello, lo mismo pensó siempre mi padre, que a fin de cuentas no era ningún intelectual, y esto ha afirmado recientemente otro importante poeta cubano exiliado en Canarias, Manuel Díaz Martínez, quien aseguraba en la página digital de la revista Encuentro que el déspota cubano era “el mejor actor del siglo XX”, según reza el título de su artículo. Al premio Nóbel de literatura, entre otros que según ella merecería el tirano, lo apunta con toda seriedad, aunque obviamente el asunto no pueda sino resultar de risa, Celia Hart, una de las hijas del ex ministro de cultura del régimen, Armando Hart Dávalos, aduciendo a favor de su candidato: “sus discursos, entrevistas y reflexiones”, porque según ella no habría “ejemplo mayor de claridad” y de “coherencia” en “las ideas”. Broma aparte, habría que volver por la vía de la seriedad, a insistir en otras precisiones encaminadas a determinar de qué va la cosa.

Si bien el anuncio de Castro parece en sí mismo indicativo de una vocación frustrada, no debe perderse de vista el momento en que éste se produce, es decir, en las postrimerías mismas de su vida —cosa que con toda pertinencia indica Edwards en su artículo— y cuando ya no está en condiciones de hacer otra cosa porque sus propios recursos mentales y físicos mermados por la enfermedad lo constriñen a la condición de inválido. Así pues, incapaz de seguir desgañitándose y tronitronando a diestra y a siniestra desde su tribuna portátil, el Coma se acoge al sagrado de su lecho o de su silla de ruedas no para reflexionar sino para obligar a su fiel auditorio cautivo a que no se olviden de él y de lo que desea que piensen y continúen pensando. El método favorecido por él, conforme a las circunstancias, ha cambiado, pero ¿son incluso suyas a estas alturas las llamadas “reflexiones” del Coma, o un refrito de sus “ideas” bien aprovechadas por sus acólitos de cabecera? Ante tanto secreto de estado respecto a la enfermedad del tirano, ¿cómo saber siquiera si es él quien pergueña esos pliegos, si es que importa enterarse? Joven aún, y desde la cómoda cárcel en que lo encerró el dictador Batista después de que Castro organizara y protagonizara en el año 1953 el sangriento ataque a varios cuarteles y hospitales en la antigua provincia de Oriente, escribió éste profusamente, sobre todo cartas, muchas dirigidas a su carnal Celia Sánchez Manduley, confidente y secretaria personal desde los días en que ambos conspiraban para derrocar a Batista, cartas en las que daba cuenta entre otras cosas, de sus innumerables lecturas y los juicios que las obras le merecían. Hasta con Victor Hugo, al que sólo por entonces parece acceder, se mete Castro dando opiniones que más que procedentes de un lector cualquiera, delatan al comisario político en potencia. ¿Podría hallarse en tales juicios el talante del crítico literario? Al margen de una presunta vocación de escritor súbitamente revelada, lo innegable, lo patente, ha sido su vocación por el poder. En este sentido, su interés por la dramaturgia llevada a la escena política no corresponde siquiera a la de un actor cualquiera, sino a la de un demiurgo que fuera a la vez, o alternativamente, director, escenógrafo y actor, empeñado en un monólogo absurdo en el que todos ovacionan a una señal convenida que terminará siendo la mejor prueba del postulado de Pavlov.

También Stalin, por quien Castro ha declarado su admiración en repetidas ocasiones, pudo haber sido un poeta frustrado, según indica Vitali Shentalinski en el tercer tomo de su monumental y sin par obra sobre los «archivos literarios del KGB». El año mismo que se conmemoraba el centenario de la muerte del gran poeta ruso Alexander Pushkin, se declaró levantada la veda (que por otra parte no había sido nunca observada del todo) contra los escritores y demás literatos de la Unión Soviética, y fue un año de carnicería sin parangón entre las filas letradas. Y mientras las celebraciones por el poeta muerto continuaban en toda la Unión de Repúblicas Socialistas con el esplendor exigido, cada vez que se convocaba un brindis en honor del poeta desaparecido hacía cien años, parecía de rigor que antes se brindara a la salud eterna del amado caudillo de todas las Rusias principal garante de la felicidad de la gente, literatos incluidos —presumiblemente también aquellos miles de represaliados o ejecutados después de arrancarles con torturas de toda índole una autoinculpación de los peores delitos—. La pasión de Stalin por el teatro, más que por la poesía o la escritura en general, es en muchos aspectos comparable a la que siente Castro, o a la que sintieron Hitler o Mussolini, otros dos a quienes la dramaturgia no les iba nada mal. Incluso en el papel de crítico de los escritores chilenos, de lo que igualmente da cuenta el artículo de Edwards, o en el de censor de los cubanos durante y con posterioridad a las reuniones de la Biblioteca Nacional, Castro representa y encarna —en sentido lato— un rol decisivo al que da relieve primeramente al colocar sobre la mesa a la que se sienta la pistola que llevaba al cinto, gesto sin palabras que siendo una amenaza y una declaración de fuerza pase o pueda pasar en su aparente ambigüedad por ser lo opuesto de lo que se declara, y en segundo lugar, cuando afirma aquello igualmente difuso de “dentro de la revolución todo; contra la revolución, nada”

En cualquier caso la dramaturgia, o la literatura, no constituyen en sí mismas una pasión ni una vocación que pueda atribuirse a los tiranos que inequívocamente han demostrado serlo, si bien pudiera hablarse de inclinación por ellas, de la misma manera que el piromaniaco se inclina por los fósforos. Vale decir, porque constituyen un medio, preciso, exacto, cómodo, a la mano; ideal para sus fines, su verdadera pasión o vocación: el poder. Si de algo pudiera hablarse, y a la postre pudiera resultar más útil que cualquiera de los acercamientos intentados hasta ahora para “entender” el proceso político cubano bajo Castro, las “fases” o altibajos del mismo, es de la articulación de un Mise en scène magistral que se iba imponiendo sobre la marcha a su principal intrigante, en concordancia con las que consideraba sus opciones o voliciones, y para la cual, naturalmente, debía disponerse —aquí en sus dos posibles acepciones— de una comparsa de actores, según fueran el momento y las circunstancias de que se tratara. La posible fascinación o dificultad que Castro ha sentido siempre frente a los escritores, y a la que hace referencia Edwards, es la misma que puede haber sentido frente a un campesino terco y con valores y juicios propios, pero a diferencia de los campesinos que protagonizaron la más cruenta y heroica guerra contra su poder, la guerra del Escambray, no podría decirse de los escritores que se enfrentaran a la naciente tiranía. Esta misma guerra hoy prácticamente olvidada cuando no desconocida de muchos, sobre la cual la propaganda del régimen, (y aquí de nuevo entran a jugar su papel los escritores) ha amontonado por igual sombras y patrañas, constituyó una verdadera guerra del pueblo contra sus opresores, y no una monumental fabricación a posteriori de los letterati a lo Graham Greene, por no salir de los parámetros establecidos por Edwards.

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© 2008 Rolando H. Morelli

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