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El Benedetti de aquellas cuarenta novelas
Belkis Cuza Malé
(Publicado en su blog La Casa Azul)
Ha muerto en estos días a los 88 años el escritor y poeta uruguayo Mario Benedetti. No voy a a hablar aquí de su obra, sino de su persona. Su obra no me interesa para nada. Su poesía tiene el aire de su vocación juvenil, la del perfecto oficinista, es decir, la antítesis de lo que pensamos ha de ser un poeta. Cuando lo conocí en 1966, había publicado ya algunos de esos libros que concibió detrás de un buró. Pero no era nadie todavía.
Benedetti llegó a Cuba como miembro del jurado de novelas en el Premio Casa de las Américas de 1966, si no me equivoco. Uno de los tantos escritores que pululaban en los círculos literarios de Montevideo, que había arribado tarde, como él mismo diría luego, a "la generación del 45".
No me gusta hablar mal de nadie, y menos de un muerto. Pero quiero analizar aquí el caso de Mario Benedetti, un escritor a sueldo, no me cabe dudas, del gobierno cubano, a quien como a muchos de los latinoamericanos que hoy leemos, la Revolución les mató el hambre y les dio fama y fortuna, a cambio de comprar voceros oficiales, o por lo menos, su silencio.
El hotel Habana Riviera donde estaba alojado entonces, le resultó un paraíso, según me contó, agobiado por su vida de burócrata en el Uruguay de entonces, todavía sin Montoneros a la vista. Unas vacaciones muy bien pagadas, que incluían visita a Varadero y más. Pero en el caso de Benedetti, el viaje representó un espléndido contrato, de modo que esta primera visita fue el comienzo de una larga colaboración entre él y la Casa de las Américas, es decir, entre la Revolución y el hombre de los poemas de oficinista.
¿Cómo se empató con esa profesión doble de escritor y funcionario de la Casa de las Américas? Es algo que no sabemos, pero lo cierto fue que a los pocos meses regresó en compañía de su esposa, una señora larga y delgada, con cara y estampa de la mujer de Popeye, a quien Heberto Padilla y yo fuimos a visitar a sus habitaciones del Hotel Nacional, donde residía, mientras esperaba que los mudasen para una mansión en Miramar.
Supongo que sus vínculos con la Casa de las Américas venían de atrás, auspiciados por la izquierda antiamericana, que entonces asolaba los periódicos y revistas de todo el continente. Ya estaba el teatrista guatemalteco Manuel Galich de subdirector de La Casa de las Américas, y Cuba era el sueño de cada aspirante a literato o artista. Pronto vimos cómo uruguayos y argentinos inundaban la escena habanera.
En el caso de Benedetti, como en el de muchos otros que llegaron a ocupar cargos importantes dentro de los departamentos culturales en Cuba, cierta secreta militancia política debió haber influido grandemente en el logro de esas posiciones. La invasión de latinoamericanos diletantes que llegaban a Cuba y plantaban su tienda alegando ser ya figuras reconocidas en el ambiente cultural de sus países, fue grande y significativa. No todos eran iguales, quiero aclarar, no todos eran farsantes. Pero todos soñaban con la gloria y el apoyo de la Revolución cubana, y con convertirse en profesionales de sus respectivas vocaciones.
Recuerdo a varios de ellos, que en su país se dedicaban a la venta a domicilio de sábanas, y a otros, como Francisco Urondo, el poeta argentino, muerto luego durante su etapa de guerrillero urbano. Urondo era buen poeta, y hombre sencillo, tengo que admitirlo, y se apareció en La Habana sin disimular su pobreza. Rodolfo Walsh, en cambio, también muerto por los militares argentinos, provenía ya del periodismo profesional en su país, y estaba dotado para la oratoria marxistoide, pues a él también lo conocí.
De su mundo oficinezco estaba ya cansado Mario Benedetti cuando lo entrevisté para la sección cultural del periódico Granma, donde yo trabajaba entonces. Me parece estar viéndolo aún frente a mí, con aquella expresión tan uruguaya, gritando: *!!Son cuarenta novelas!!*. Y así se tituló la entrevista. No sé si se las leería o no, y tampoco recuerdo al ganador --da igual--, pero aquellas cuarenta novelas no iban a representar un sacrificio muy grande para un hombre que regresaría pronto a la Isla convertido en un importante funcionario de La Casa de las Américas.
Luego, años después, lo encontramos en Madrid, en un evento literario, donde él participaba, y por supuesto, nos viró la cara y no se atrevió a saludarnos. Para entonces ya había sido aupado y pagado por Cuba, y no necesitaba vivir en la Isla, sino aparentar ser un escritor independiente, de éxito, con libros publicados, películas, canciones y más. Camuflajeado de poeta de la sencillez y el amor, de representante cultural del hombre de a pie, logró colarse en todas partes, apoyar los horrores contra los escritores y artistas cubanos, y proclamar a los cuatro vientos su incondicionalidad a un sistema que había extirpado las libertades elementales al pueblo cubano y que lo mantenía en la miseria.
A Mario Benedetti no le habrán oido jamás un juicio inteligente sobre los cubanos, ni siquiera cuando su amiga Haydée Santamaría se pegó un tiro en el 80. De él nunca habrán oido un llamado a la libertad de los presos políticos que Castro mantiene en las cárceles. Vivió lo suficiente para ser testigo de la larga tragedia de los cubanos, pero nunca abrió su boca más que para referirse al exilio en términos peyorativos, y para halagar al tirano. Por supuesto que no iba a denunciar a los que lo habían ensalzado a la cumbre.
Descanse en paz, si puede, el alma de Mario Benedetti. No creo que su obra le sobreviva.
posted by Belkis Cuza-Malé @ 4:37 PM
(Publicado en su blog La Casa Azul)
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