miércoles, 3 de septiembre de 2008

MOLESKINE (2)

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Moleskine

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Lunes, primer día de la semana laboral. Pero yo no trabajo: desde hace años lo “dejé”, gracias a los resultados en La Bolsa (o en Mi Bolsa): “suerte” que tenemos algunos...

La temperatura en mi PC marca 16º y son las 8 de la mañana. Tener este friecillo matinal en el seco clima de Madrid es una bendición. Otra es la hora temprana. Ya está amaneciendo un poco más tarde, creo que sobre las 7. Yo duermo con las dos contraventanas del balcón abiertas de par en par y cuando más, me tapo solamente con una sábana, incluso a veces es una sábana vieja de la época en que llegamos y vecinos y amigos de amigos nos regalaron cosas que ya no querían. Me gusta despertarme al sonido de los móviles (sonajeros, no sé qué otro nombre puedan tener) que cuelgan de los hierros de la balconada, hierros originales del siglo XVII. Levantarme tarde me pone de mal humor: cuánto tiempo pierdo en brazos de otro hombre que no soy yo.

Como mi grado de dispersión es cada vez más acusado, galopante y pericoloso, pongo en práctica inmediata el ardid de levantarme como si fuera una hormiguita atómica: lavarme la boca, las abluciones propias de mi sexo, vestirme, el zumo correspondiente, la ingesta de numerosas pastillas en las que no me detengo a pensar porque tengo rechazo psíquico a tragarlas, todo eso corriendo corriendo volando, sin darme tiempo al desliz mental, cojo el mp3 o la máquina de fotos o las dos cosas, y bajo sin pisar los escalones.

Ya en la calle, me encamino a Wooster a desayunar. Mientras me tomo mi café con leche y dos (María) magdalenas que hacen riquísimas, allí mismo, leo el periódico. Prefiero la terraza, claro está, pero en Madrid hay que luchar contra dos cosas: los molestos fumadores y el olor a orín que despiden las paredes. No riegan, ni los vecinos ni el alcalde. Se está produciendo una especie de regresión a los tiempos medievales en que todavía no nos habían invadido los moros y el grito de “¡Agua va!” convertía esta ciudad en un chiquero impresionante. Por eso procuro las últimas o las primeras mesas de la terraza, porque quedar apresado entre el humo de los ducados y la peste a meao es algo siniestro, una suerte de empezar mal el día.

Entonces me pongo a leer, decía. Comprar el periódico depende de las fluctuaciones de la (mía) bolsa (pequeña). Y escojo El País. En estos tiempos de radicalismos y fáciles fundamentalismos (que por lo general parten de los que más tienen que ocultar o que disfrazar, aunque sea un “ligero” pecadillo juvenil, una fugaz colaboración con el gobierno de Vichy), desplegar ante ojos cubanos soñadores y nostálgicos la primera plana de ese periódico es ser considerado, en el mejor de los casos, como algo irremediable. “Por ahí pa’llá”, rojo naturalmente, rosado, comunista y, por supuesto, bicho raro. “¿Cómo puedes leer eso?” me preguntan, como si me estuviera llevando a la boca una cucaracha frita pero aún no estuviéramos en China. Espera a que todos estemos bajo la amenaza amarilla y ya no me preguntarás nada.

Bien. Hace ya muchos años contesté esa pregunta. Allá por los 80. Era un amigo de mi entonces pareja. Yo fui “testando”, como dicen los brasileiros, los periódicos y me quedé con El País por un asunto de léxico, o de tono. El ABC por entonces era pura sangre azul y la mía, que posiblemente ya había comenzado a pudrirse, era roja. Aún es roja. Con el paso del tiempo, el ABC, por ejemplo, ha variado muchísimo. He probado con El Mundo, pero me parece un diario tan (disfrazado de serio) amarillista que leer un titular de ese periódico da la impresión de que, cualquier cosa que sea, va a suceder de inmediato, o que incluso ya ha sucedido y uno llega tarde a la noticia. Así que volví a El País, a pesar de Mauricio Vicent. Total, me encuentro con cientos de personas semejantes a cada paso y sin necesidad de abrir ningún periódico. Lo siento por Fondevila, que ya me dijo que me iba a desheredar y no me van a dar el aprobado en el examen de pureza patriótica, pero qué se le va a hacer: todos no podemos ser mártires y al mismo tiempo beatos, como le pasa al pobre muerto de Arenas. Y yo lo tengo claro: no aspiro ni al escudo ni al altar.

Modestia, humildad: en verano la terraza y en invierno el salón. En Wooster siempre, naturalmente.

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(Madrid, 2 de septiembre de 2008)

© David Lago González, 2008.

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