Si yo tuviera que identificar el exilio con algún color sería con lo negro. El exilio es todo como una bruma, como un negro... Pienso en el exilio como en un color único.
Reinaldo Arenas
(Ette, Entrevista, 1992)
It’s a new dawn,
it’s a new day,
it’s a new life for me
and you know how I feel.
(Canción interpretada por Nina Simone)
El exilio como tal es, en la mayor parte de los casos, una decisión personal –salvo la costumbre de la extinta URSS de expulsar a ciertos ciudadanos disidentes, también, curiosamente practicada por los EE.UU., p.e., en los affaire Chaplin y Polanski-, pero nunca exento de unas circunstancias adversas, ya sean políticas, económicas, morales o incluso familiares, que lo determinan. No hay fórmulas perfectas para asumirlo; no hay preparación posible por mucho que se ansíe poner tierra de por medio; no existe manera alguna de visualizar lo que será “Aquello” hacia lo que vamos, creemos que, dispuestos de la más indestructible voluntad, tenacidad, agresividad (en el buen sentido de la palabra) e incluso voluptuosidad (dependiendo de la edad, nunca se sabe lo que el futuro pueda terciar...) y la más férrea determinación por abrirnos paso hacia otra vida o hacia otro margen más amplio de libertad, aderezado, en los supuestos de diletantes y artistas, por esa curiosidad que conduce al interés por culturas y costumbres que enriquecerán -si el emigrante no opone resistencia- las suyas propias. Pero hay algo inicial que, sin duda alguna, ayuda en la asimilación y la incorporación del destierro como forma de vida y no como un “lamento borincano por la patriecita y el patiecito con la matica que dejamos atrás”, y se llama “ruptura”. Es posible también que dicha ruptura no se produzca como punto de partida sino como parte del proceso de aceptación de que la vida definitivamente ha cambiado. El espectro del transterrado –y utilizo esta palabra casi aséptica para evitarme las sutiles y abismales diferencias entre exilado, emigrante y demás variantes-, desde cualquier punto cardinal que intente medirse, es tan amplio que lo hace casi inabarcable, y por ello intentaré ajustarme a ámbitos más o menos intelectuales, que los centran todos y a su vez le proporcionan quizás una cierta dimensión más flexible.
Muchos cubanos, sobre todo al principio de la Revolución, partieron de Cuba con la idea de que aquel viaje no sería más que una estancia de meses o de pocos años, y en ese sentido no salieron, efectivamente, a hacer “las Norteaméricas” o “las Españas”, sino a esperar. Bastante de ellos ya no existirán y dudo que el resto mantenga la misma idea después de más de 40 años y, mucho más, que sean verdaderamente capaces de readaptarse a la actual sociedad cubana, por muy híper-cubanos que se sientan, se crean y lo sean
Ciñéndome a la primera mitad del siglo XX, también muchos españoles partieron hacia Cuba: unos con la idea de “hacer las Américas” y volverse al terruño; otros, quizá por la misma razón, y la mala suerte o el amor borró la idea del retorno; y otros, finalmente, con la determinación de no volver a España nunca más y hacer de Cuba su nuevo país. No sé a cuál de las últimas dos especies pertenecerán mi padre y mi familia, pero si algo me enorgullece de ellos es que en todo momento supieron acatar y adaptarse a las normas sociales, costumbres y modismos idiomáticos que aquel país de acogida les imponía de forma natural y a modo de supervivencia, haciéndolos suyos, sin cargar los propios a sus descendientes en lo que hubiese sido un muy poco pragmático e impositivo estilo de educar, y respetando en todo sentido un pueblo ajeno que se iba haciendo suyo sin que por ello perdieran un ápice de su identidad: se pierde lo que se adquiere, pero no aquello que ya eres. He de subrayar que al decir que incorporaron una especie de adaptación de la idiosincrasia cubana, la mayoría de ellos fue lo suficientemente inteligente como para dejar fuera la incorporación de degeneraciones populacheras.
En Cuba existía, como en todas partes, una infinita gama de actitudes sociales, pero se daban con frecuencia dos a las que quiero referirme: por un lado, los pueblerinos y provincianos que, sin entrar a analizar motivos, renegaban de sus orígenes y convertían La Habana en mira y razón de toda su existencia; y por otro, pueblerinos y provincianos que, sin entrar a analizar motivos, aceptaban las circunstancias de su localización natal y para los que la capital de la isla era simplemente una ciudad más. Paradójicamente, muchas veces esos provincianos a gusto resultaron ser más cosmopolitas que los provincianos a disgusto y al abandonar Cuba y La Habana hacia otras urbes mayores, más impersonales, deshumanizadas y solitarias –como, en fin de cuentas, corresponde a toda concentración mayor de personas-, los últimos terminaron sublimizando todo aquello de lo que en su país de origen habían renegado, defenestrado y de lo cual se habían sentido tan avergonzados: campo, pueblo, provincia y costumbres derivadas.
Tal vez también en ciertos casos –que, dada la presencia española en Cuba, podrían ser bastante numerosos-, el simple hecho de pertenecer a una familia de emigrantes/inmigrantes ha facilitado al menos un estado de inclusión que, más que social, se vuelve interno, personal, y ayuda ciertamente a vivir más en paz consigo mismo; y, curiosamente, en muchas ocasiones en lo que menos auxilia es a que la propia comunidad de origen lo acepte tal cual sin considerarlo una pedantería o una traición. En mi caso particular, ningún integrante de mi familia española tuvo jamás que decirme que emigrar era, es y seguirá siendo, la última carta de la baraja y que son muchísimos los que sólo lo hacen una única vez. Me ofende en silencio cuando algún cubano, incluso amigo, dice en voz baja “este gallego de mierda” o “cómo son estos gallegos...” cuando en primera ni siquiera saben si son de Galicia o de Extremadura, y porque, además de que tales observaciones dejan mucho que desear en cuanto a sí mismos, también por otra parte están de hecho y sin ningún permiso omitiendo un lado de mi vida y de mi carácter que está totalmente integrado en mí, e independientemente de lo que ello me afecte, es una falta de respeto que a la mayoría de los cubanos no le gustaría que le aplicaran con el gentilicio que le toca. Yo no alcanzo a comprender por qué razón, si nos hubiésemos ido a EE.UU., habría sido comprensiblemente lógico intentar hablar el idioma oficial de ese país con el menor acento posible, y este juicio se extiende a cualquier otra nación cuya lengua no sea el castellano. Sin embargo, cuando nos referimos a España, la cosa cambia, hasta el punto de que a mí se me ha sugerido “hablar en cubano” cuando estoy entre cubanos y “hablar en castellano” cuando estoy entre españoles (¿tendré que aprenderme todas las lenguas regionales, con el lío que hay aquí?). Lo siento por los que consideran lo último como una traición a La Patria (yo la traicioné desde que me di cuenta que sólo me interesaba como mero escenario de mi vida, igual que ahora España, pero es hasta posible que esa falta de “reafirmación” sea verdaderamente la certeza íntima y profunda, sin conflictos, de que no hay razón para reivindicar aquellas cosas que nos son naturales, como, por añadidura, ser heterosexual u homosexual). De cualquier forma, yo voy a seguir el ejemplo de mi padre: respetar el país donde escogí vivir, y por ello no pierdo, estoy seguro, lo bueno que me dio la tierra en que nací. Es posible que a estas alturas ya uno no pertenezca más que a micro-mundos de un lado y de otro, o de muchos, que conforman propiamente una minúscula patria llamada “uno mismo”.
Entre los dos exergos que encabezan este trabajo existe un contrapunto que puede ser equilibrio o abismo. No comparto totalmente ni uno ni otro (aunque evidentemente Nina Simone no estaba refiriéndose a migración alguna). Muchas veces me he preguntado qué es lo que se pretende “alcanzar” al salir de Cuba, desde el sujeto más simple hasta el más complicado, y muchas veces no he sabido responderme. Cuando en La Habana, Reinaldo Arenas hacía suyo el dicho popular de “¡Nunca podré quitarme el yarey de las patas!” refiriéndose a su monte (cuasi) holguinero, no sabía que estaba siendo profeta en su tierra con su propio destino, y aludo a él específicamente porque me parece un extremo sui generis de lo que es reducir un horizonte más amplio a una visión totalmente campesina, incluso ese arrebato patriótico desfasado en tiempo y actitud para los que, como él, habíamos vivido la primera mitad de la Revolución y hasta con la propia imagen que de sí proyectaba en los cogollitos habaneros, que enarboló desde su primera entrevista para “Buenos Días, América” (1980) hasta sus últimos momentos, a no ser que quisiera emular a Martí, o la imagen enaltecida y deformada en que ha devenido. No sé cuánto tiempo le duró la felicidad inicial del deslumbramiento, pero por mi parte aseguro que a pesar de ser engañado por el cónsul español en Cuba para ahorrar a la metrópoli los costes de nuestra repatriación, lo que nos originó innumerables contratiempos; a pesar de haber sido rechazado inicialmente por mi familia gallega, por una serie de malentendidos que no viene al caso explicar; a pesar de las cuatro caminatas diarias que daba desde Corredera Baja de San Pablo hasta la calle de Canarias para ahorrarme el transporte y los no sé cuántos meses en que tardé en tomarme un café en un bar; a pesar de los millones de platos y copas y calderos que tuve que fregar en restaurantes chinos (tarea ante la cual los “super-machos cubanos” que antes de salir se vanagloriaban de comerse el mundo, se “rajaban” con una frecuente y vergonzosa facilidad); a pesar de comer en comedores para refugiados e indigentes (el del convento de la calle Martínez Campos, no gracias a Sor Isabel, sino a la mediación de Dña. Emedina Díaz –madre de Mario Parajón- que de un día para otro convirtió a la monja en una dulce yemita de Santa Teresita de Jesús); a pesar de todo lo malo y lo bueno que paso por alto detallar porque no se trata de mi autobiografía; incluso, a pesar de compartir el mismo virus que llevó a Reinaldo Arenas al suicidio (ciertamente aseguro que la atención sanitaria española al respecto es muy superior a la norteamericana); creo realmente que en ese amplio espacio entre las dos citas –la de Arenas y la de esa maravillosa canción- existe una gama de innumerables risas y desdichas que supera con creces, para bien y para mal, los casos expuestos. La nostalgia es un lujo que el transterrado no se debe permitir, y transterrar no es solamente un viaje hacia el exterior sino también una introspección, hacia nuestro espíritu, hacia nuestro carácter, hacia nuestro pasado y nuestros orígenes. También hacia nuestro futuro. De haber sucedido lo contrario (o sea, de no haber emigrado), la vida igualmente habría seguido su curso; por tanto, todo cuanto nos pase ahora y aquí o allá o acullá, no es totalmente imputable a España, a EE.UU., o a Cuba, sino también, y sobre todo, a nosotros mismos.
(Madrid, 3 de julio de 2000)
©2000, David Lago González
sábado, 7 de junio de 2008
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