in memorian Carmen Rodríguez
a Manuel Rúa Rodríguez
El término “cuadra” ―tanto en cubano como en argentino― define unos 80 o 100 metros que se extienden a ambos lados de la calzada de una calle, de ahí que ésta pueda comprender desde una sola hasta numerosas cuadras que son, además de su metraje o kilometraje, lo que marca su longitud. Estas cuadras ―cada flanco o acera por su lado― unen sus aristas a otras cuadras hasta un número de cuatro, cerrando un cuadrado más o menos perfecto, que curiosamente recibe el nombre casi redondo de “manzana”, y un determinado conjunto de éstas es lo que finalmente termina concretándose como “barrio”. En el mundo iberoamericano, esta palabra tiene, por lo general, significaciones propias, distintivas, códigos de conducta, comportamiento, convivencia, muchas veces tácitas, quizá hasta olores propios por los que los convecinos se van orientando para ir integrándose y entregándose a él, como si se tratase de algo de lo que después difícilmente cuesta desprenderse: es incluso posible que su importancia trascienda a su ampliación nacional y supranacional, pasando a conformar esas otras variaciones que luego reciben el nombre de zocos, ghettos, neighborhoods o Latin quarters. Y es posible también que, contradictoriamente, sean las más grandes ciudades (sin entrar a considerar sus géneros extranacionales) y los más pequeños pueblos, los que se escapan a esa especie de visión (y concepción) microscópica del mundo.
La calle de García Roco, en Camagüey, nunca fue importante ni creo que llegue a serlo alguna vez. En los últimos años 50 y principios de los 60, entre otras cosas, estaba rodeada de focos de pobreza, prostitución, proxenetismo, y todo aquello que trágicamente podría llamarse “bajos fondos”. Al mismo tiempo, era un oasis. Una franja de espacio en la que gente mayoritariamente sencilla y ajena a las diferencias y similitudes que marcan el nivel económico y los credos religiosos e ideológicos, hallaba un refugio tranquilo donde sentar su casa y echar raíces.
Bajando desde el centro de la ciudad por la vía comercial, era necesario pasar por la prolongación de la calle Van Horne. Su emblema era el Mercado de Abastos de Santa Rosa. En su interior se apelotonaban carnicerías, pescaderías, pollerías (donde se podía adquirir las aves muertas o vivas, al igual que los conejos), fondas de comida sumamente barata, relojerías, fruterías y verdulerías o "vendutas" (por lo general, conjuntas), quincallas o bazares y bares de putas de poca monta. Por el contrario del Primer Mundo, en el que diversas diferencias delimitan marcadamente áreas determinadas, en Cuba todo se mezclaba, al mismo tiempo que se respetaban las distancias. En el mismo sitio podían coincidir simples trabajadores, señoras y criadas, niños pobres y niños con sus tatas o niñeras, putas y chulos, borrachos y marihuaneros, negros, blancos y chinos, en fin, lo que en aquel archipiélago siempre se ha llamado “gente decente” y “gente no decente”, independientemente del status económico de cada uno. En su exterior la escena se repetía, agregándose algunas viviendas y dos casas representativas chinas (que nada tenían que ver con El Gran Paso Hacia Adelante, aunque ya avanzada la Revolución terminaron teniendo que admitir un cuadro casi panorámico de Mao Tse Tung, que con su sombra terminó tragándose a los pocos chinos que quedaron). Todo aquella fauna terminaba en una licorera y allí comenzaba la calle protagonista de este texto.
Saltemos la primera cuadra y quedémonos en la segunda, a la que se refieren las tablas que posteriormente encontrarán. A últimos de los años 40 todavía la calzada no estaba asfaltada y las casas se espaciaban entre varios solares yermos. Las primeras viviendas databan de los años 30 y eran reproducciones del estilo de casa colonial, con estancias amplias y techos muy altos, para que el bochornoso calor tropical subiera hasta donde hiciera menos daño. Los espacios vacíos se fueron llenando y la cuadra quedó rematada con más viviendas, dos cuarterías, una cafetería, una quincalla y un colegio público que comenzó la dictadura de Batista y terminó La Revolución.
Como los transeúntes, compradores y vendedores del Mercado de Abastos, su población era variopinta. Desde clase media alta (comerciantes por cuenta propia, en su mayor caso) hasta profesionales, obreros, vendedores ambulantes cuasi menesterosos... Y una puta, gorda, inmensa puta gorda a la que una vecina rebautizó como “La Favorita” (nunca se supo de quién), y un chino manisero y maricón apodado “Zoila” que nos atemorizaba a los chicos del barrio cuando al pasar por su lado, el asiático casi se nos lanzaba encima repitiendo encarecidamente “muchacho saca picha, muchacho saca picha”. Católicos, protestantes, santeros y agnósticos. Cubanos, gallegos, asturianos, catalanes y vascos (nunca se advirtieron diferencias regionalistas españolas, como sucede en “La Madre Patria”) con sus familias y descendientes, se confundían con la tez amarillenta de los asiáticos. Blancos, negros y mestizos. Simpatizantes y no simpatizantes de “los alzados” que muy pronto engrosarían el porcentaje de “los gusanos”, al punto de que al producirse la invasión de Bahía de Cochinos y poner en breve cuarentena carcelaria a la mayor parte de los hombres en previsión de una reacción popular, la cuadra perdió momentáneamente su paseo de vecinos de una acera a la otra y de una puerta a otra.
Pero toda esta mezcla, toda esta disparidad, estaba cohesionada por un denominador común: la ética. El respeto hacia los demás hacía que toda aquella variedad no se convirtiera en un río revuelto, sino en diferentes afluentes de aguas tranquilas que iban a desembocar en el barrio marginal de Florat, otro foco de pobreza que remataba la calle García Roco y en la que igualmente se repetía el mismo escenario al nivel de pobres respetables y respetados y delincuencia, y aquellas casas de estilo colonial rebajaban su altura hasta los dos metros escasos con sus paredes de cemento, madera, zinc, latón y cartones.
Allí nací, y allí murió una parte de mí.
(Madrid, 20 de febrero de 2002)
a Manuel Rúa Rodríguez
El término “cuadra” ―tanto en cubano como en argentino― define unos 80 o 100 metros que se extienden a ambos lados de la calzada de una calle, de ahí que ésta pueda comprender desde una sola hasta numerosas cuadras que son, además de su metraje o kilometraje, lo que marca su longitud. Estas cuadras ―cada flanco o acera por su lado― unen sus aristas a otras cuadras hasta un número de cuatro, cerrando un cuadrado más o menos perfecto, que curiosamente recibe el nombre casi redondo de “manzana”, y un determinado conjunto de éstas es lo que finalmente termina concretándose como “barrio”. En el mundo iberoamericano, esta palabra tiene, por lo general, significaciones propias, distintivas, códigos de conducta, comportamiento, convivencia, muchas veces tácitas, quizá hasta olores propios por los que los convecinos se van orientando para ir integrándose y entregándose a él, como si se tratase de algo de lo que después difícilmente cuesta desprenderse: es incluso posible que su importancia trascienda a su ampliación nacional y supranacional, pasando a conformar esas otras variaciones que luego reciben el nombre de zocos, ghettos, neighborhoods o Latin quarters. Y es posible también que, contradictoriamente, sean las más grandes ciudades (sin entrar a considerar sus géneros extranacionales) y los más pequeños pueblos, los que se escapan a esa especie de visión (y concepción) microscópica del mundo.
La calle de García Roco, en Camagüey, nunca fue importante ni creo que llegue a serlo alguna vez. En los últimos años 50 y principios de los 60, entre otras cosas, estaba rodeada de focos de pobreza, prostitución, proxenetismo, y todo aquello que trágicamente podría llamarse “bajos fondos”. Al mismo tiempo, era un oasis. Una franja de espacio en la que gente mayoritariamente sencilla y ajena a las diferencias y similitudes que marcan el nivel económico y los credos religiosos e ideológicos, hallaba un refugio tranquilo donde sentar su casa y echar raíces.
Bajando desde el centro de la ciudad por la vía comercial, era necesario pasar por la prolongación de la calle Van Horne. Su emblema era el Mercado de Abastos de Santa Rosa. En su interior se apelotonaban carnicerías, pescaderías, pollerías (donde se podía adquirir las aves muertas o vivas, al igual que los conejos), fondas de comida sumamente barata, relojerías, fruterías y verdulerías o "vendutas" (por lo general, conjuntas), quincallas o bazares y bares de putas de poca monta. Por el contrario del Primer Mundo, en el que diversas diferencias delimitan marcadamente áreas determinadas, en Cuba todo se mezclaba, al mismo tiempo que se respetaban las distancias. En el mismo sitio podían coincidir simples trabajadores, señoras y criadas, niños pobres y niños con sus tatas o niñeras, putas y chulos, borrachos y marihuaneros, negros, blancos y chinos, en fin, lo que en aquel archipiélago siempre se ha llamado “gente decente” y “gente no decente”, independientemente del status económico de cada uno. En su exterior la escena se repetía, agregándose algunas viviendas y dos casas representativas chinas (que nada tenían que ver con El Gran Paso Hacia Adelante, aunque ya avanzada la Revolución terminaron teniendo que admitir un cuadro casi panorámico de Mao Tse Tung, que con su sombra terminó tragándose a los pocos chinos que quedaron). Todo aquella fauna terminaba en una licorera y allí comenzaba la calle protagonista de este texto.
Saltemos la primera cuadra y quedémonos en la segunda, a la que se refieren las tablas que posteriormente encontrarán. A últimos de los años 40 todavía la calzada no estaba asfaltada y las casas se espaciaban entre varios solares yermos. Las primeras viviendas databan de los años 30 y eran reproducciones del estilo de casa colonial, con estancias amplias y techos muy altos, para que el bochornoso calor tropical subiera hasta donde hiciera menos daño. Los espacios vacíos se fueron llenando y la cuadra quedó rematada con más viviendas, dos cuarterías, una cafetería, una quincalla y un colegio público que comenzó la dictadura de Batista y terminó La Revolución.
Como los transeúntes, compradores y vendedores del Mercado de Abastos, su población era variopinta. Desde clase media alta (comerciantes por cuenta propia, en su mayor caso) hasta profesionales, obreros, vendedores ambulantes cuasi menesterosos... Y una puta, gorda, inmensa puta gorda a la que una vecina rebautizó como “La Favorita” (nunca se supo de quién), y un chino manisero y maricón apodado “Zoila” que nos atemorizaba a los chicos del barrio cuando al pasar por su lado, el asiático casi se nos lanzaba encima repitiendo encarecidamente “muchacho saca picha, muchacho saca picha”. Católicos, protestantes, santeros y agnósticos. Cubanos, gallegos, asturianos, catalanes y vascos (nunca se advirtieron diferencias regionalistas españolas, como sucede en “La Madre Patria”) con sus familias y descendientes, se confundían con la tez amarillenta de los asiáticos. Blancos, negros y mestizos. Simpatizantes y no simpatizantes de “los alzados” que muy pronto engrosarían el porcentaje de “los gusanos”, al punto de que al producirse la invasión de Bahía de Cochinos y poner en breve cuarentena carcelaria a la mayor parte de los hombres en previsión de una reacción popular, la cuadra perdió momentáneamente su paseo de vecinos de una acera a la otra y de una puerta a otra.
Pero toda esta mezcla, toda esta disparidad, estaba cohesionada por un denominador común: la ética. El respeto hacia los demás hacía que toda aquella variedad no se convirtiera en un río revuelto, sino en diferentes afluentes de aguas tranquilas que iban a desembocar en el barrio marginal de Florat, otro foco de pobreza que remataba la calle García Roco y en la que igualmente se repetía el mismo escenario al nivel de pobres respetables y respetados y delincuencia, y aquellas casas de estilo colonial rebajaban su altura hasta los dos metros escasos con sus paredes de cemento, madera, zinc, latón y cartones.
Allí nací, y allí murió una parte de mí.
(Madrid, 20 de febrero de 2002)
1 comentario:
"Lago", apellido de origen gallego.
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