lunes, 3 de marzo de 2008

EN ATTENDANT GODOT (Recuento al final de un ciclo)








....We are too much like Pilate. We are always asking, "What is truth?... and then crucifying the truth that stands before our eyes... none can avoid doing the same in one way or another, because our need for truth is inescapable... but what is truth. IT is the conformity of our words to what we think... in our conduct, it is the conformity of our acts to what we are supposed to be...

Thomas Merton





Aquél vivió y murió, aquélla vivió
y murió, y estos vivieron
y murieron; a otra tumba
una muy pegado se tumbó.

La tierra es más clara que el cristal,
y en ella se ve, a quien mataron
y al que mató: en las cenizas
arde el sello del bien y del mal.

Sobre la tierra se agitan las sombras
de las generaciones que penetraron en la tierra;
no podrán escapar a ningún lugar
de nuestras manos al enjuiciamiento que hará cada cual,
cuando este mismo juicio
no lo esperamos en ningún lugar.


Arseni Tarkovski.
(Contemporáneo. Versos de distintos años. Moscú 1983)

(Trad. del ruso: Luis Sánchez Curbelo)




Richard López, un amigo que actualmente vive en New York, trabajando en el MOMA, fue el creador, desde nuestra etapa cubana “in situ”, de una de las mejores consideraciones y preguntas-sin-respuesta de lo que ya por entonces –y estoy hablando de los años 60-70-- se había formado en nosotros como un poso inamovible. Él decía: “¿cuál es la pregunta más terrible que puedas hacerte viviendo en un país comunista?” y de inmediato se contestaba con otra pregunta: “¿qué hacer en los próximos diez minutos?” Esos temibles diez minutos, de una u otra forma, nos han acompañado durante nuestras malogradas, excitantes e intensas existencias y, como una impronta o un estigma, a partir de ellos continuamos inventándonos día a día una razón para subsistir, vivir, escapar, desentrañar la maraña de los sufrimientos y limpiar lo personal de lo circunstancial y de los accidentes de la historia: ¿avanzamos?

No sé si alguna vez realmente existió en nosotros el odio, o si el odio que dicen sentir algunos es verdaderamente esa febril maceración que termina en una explosión que nos pierde, tornándonos en patéticos apasionados de débiles argumentos que, ante el ignorante, el cabezota visceral y el vengativo obcecado –cual de los tres más peligroso— nos muestran como la representación exacta del retrógrado.

Poca suerte hemos tenido los que, intentando mantener una cierta dignidad, coherencia y ética, nos hemos apartado dentro y fuera de la isla, del curso “revolucionario” y sus distintas variantes, así como del “contrarrevolucionario”, o del simplemente disidente, o del meramente colectivo, sin haber obtenido a la larga otra cosa que más silencio o una hiriente indiferencia y, para aquéllos que osamos escribir, haber alcanzado el dudoso triunfo de cambiar el ostracismo de guardar las palabras en la gaveta o traspapelarlas en la vasta oscuridad del disco duro.

Hace poco escuché a un amigo poeta, radicado en Miami, comentar sobre “nuestros colegas” (el entrecomillado es mío y, por tanto, la ironía también) que esperan a lo largo y ancho de cátedras europeas y latinoamericanas a que en nuestro punto de partida se produzca una definición, para ellos no tener que “definirse” abierta y públicamente como una cosa ni otra: ni revolucionarios comunistas ni gusanos contrarrevolucionarios fascistas, ni dentro del “stablishment” oficial cubano de forma total pero mucho menos identificados ni vinculados con el exilio, la diáspora, el destierro o simplemente la “transtierra”. Una espera sibilina, diría yo, taimada quizás, y que les reportará el seguir existiendo como intelectuales, con los vaivenes materiales y el reconocimiento oficializado de otros congéneres.

Otra forma de escapar por las esquinas de la historia es la neutralización que preconiza una manifestación artística por encima de las circunstancias políticas. La reconversión del supuestamente invitado “engañado” a la fiesta inocente que escondía una orgía depravada desde un punto de vista oficialista o cercano a su espíritu moralizante. La teoría del corcho o del gato: nunca hundirse o caer siempre de pie, agazapado en claustros universitarios y becas más propias del Espíritu Santo que del rigor de la calidad. La espera, como quien hace calceta para abstraerse de la presencia molesta de una visita. Sin definirse, ahora, o tal vez arrepentido o “traicionado” por una definición primera que le permitió sacar provecho de la profesión intelectual más allá de la supervivencia --¿alguna coincidencia con el oficio más antiguo del mundo?--. “Hace mucho tiempo que salir de Cuba dejó de ser una solución ética”, me comenta desde allí un amigo y uno de sus mejores poetas, también perteneciente a eso que él mismo define como “la generación silenciada”, de la que no se habla y de la que, incluso algunos de sus componentes, prefieren olvidarse. Ahora todo el mundo adorna su curriculum con premiecitos que una vez consideraron vergonzosos o que, sabiendo muchos lo que se cocía –y no había que profundizar en demasía--, a los que somos éticos (no puros, aclaro) nos produce un cierto recelo y un cierto rechazo ante las concesiones que pudieron haber conllevado. El oportunismo y la indefinición tienen su premio; la dignidad y la honestidad tienen su precio. Por uno se gana y por lo otro se paga.

Entramos aquí en materia de justicia, en dilucidaciones sobre la verdad. Y tendría que remontarme a la primera cita (Thomas Merton) de este escrito: “Nos parecemos bastante a Pilatos: siempre preguntando.” Indagar sobre la verdad es un terreno pantanoso, a no ser que uno mismo se conteste o que se acepte cualquier respuesta como un acto de fe. La justicia, tan sólo tocar a su puerta, es tenebroso y aventurado. Y olvidar no está entre los deberes de un superviviente, o no debería estar.

Ejemplos de todo ello tenemos por doquier. España misma es un espejo de lo dicho, al que cada día se asoman y se ocultan más y más personajes, más y más sombras, luces, tinieblas. Y qué se espera en el caso nuestro, independientemente del momento en que suceda. ¿La mesa de la verdad? ¿El “ejemplo” de la transición española, con su Franco y su Corona –parece que esté hablando de antiguas unidades monetarias...— y su memoria histórica asomando y escondiendo la cabeza? ¿El Proyecto Varela? ¿Argentina? ¿Chile? ¿Rumania? Cualquier cosa que sea, no se parecerá a nada. Pues lo único absolutamente claro –y me remito al segundo texto que cito al inicio, el poema de Tarkovski— es el dolor.

La mesa de la verdad sería justa, si verdaderamente se ejerciera una justicia, que siempre sería simbólica, ya que no se van a repetir los juicios sumarísimos con que La Revolución se estrenó en ese campo.

El marketing de la transición española sólo sirvió para continuar una imagen de unidad que, como en el caso de la antigua Yugoslavia, se debía más a la sujeción de los sentimientos que a otra cosa parecida a la realidad.

El Proyecto Varela preconiza unos derechos para los cubanos de dentro por encima de los de los cubanos de fuera, estableciendo ya de antemano categorías y consideraciones, y no contamos con un Salomón humano que represente en nosotros precisamente la equidad. Reduciendo la idea a la realidad más ramplona, esto podría suponer que los representantes de la Revolución y sus familiares tendrían más derechos que cualquiera que haya abandonado el país, cuando si hay dos cosas ciertas es que la gran mayoría de habitantes de la isla vive pensando en cómo salir de ella y que la disidencia interna tiene mucha mayor proyección externa que interna porque, simple y llanamente, la gente está mucho más ocupada en sobrevivir, robar, comer, canjear, sobornar, aprovechar “la ocasión”, venderse, ascender, que en confiar en los antiguos miembros del Caimán Barbudo, en un país en que el 80% de la población no sabe lo que es eso ni le importa. Por otra parte, esos “derechos” vienen a ser la continuación de algo basado en el odio y en el absurdo y que la Revolución ha manipulado con gran maestría: la culpabilización o demonización del que abandonó el país. O sea, no sería más que una continuación de esa misma treta y, paradójicamente, los convertiría en oficiantes públicos del experimento del odio.

Hace muy poco un amigo, a través de su teléfono en Miami, me “culpaba” de la prostitución masculina actual (hablo de referencia) en la calle Humboldt porque no nos habíamos quedado en la isla a defenderla y a convertirnos en mártires u, ocasionalmente, en lucrados platillos de una supuesta balanza y de un supuesto valor, cuando entre bambalinas uno –e imagino que muchos más-- es conocedor de casos en que se ha pedido la integración en esos grupos de disidencia porque ello implica de inmediato una consideración política por parte de la Sección de Intereses norteamericana que les otorga puntos para emigrar a ese país. ¿En quiénes vamos a confiar los ciudadanos de a pie? ¿En algún émulo caribeño de Putin? ¿Por qué se nos piden actos de fe cuando, aun cincuenta años después y todavía viva la Revolución y el resultado de su desarrollo evolutivo e involutivo, nadie de la cúpula de aquellos años utópicos ha reconocido que una de las formas de financiación de entonces fue el tan criticado impuesto revolucionario que hoy mismo sigue utilizando la banda terrorista y política conocida por las siglas ETA y que tanto alarma a la sociedad española? Así pues, ¿a qué verdad pretendemos o queremos llegar? ¿Con qué memoria, cuando no sé por qué acto mágico de marketing o promoción, somos capaces de olvidar amnésicamente la fama acumulada de Raúl Castro durante medio siglo y repetimos como papagayos el boca-oreja de no sé qué extraviada izquierda y derecha internacional que lo presenta como “pragmático”? Creo que irremediablemente seguimos siendo la prolongación de aquel verso de Virgilio Piñera: “País mío, tan joven, no sabes definir”.

Con la muerte reciente de otro dictador latinoamericano, por suerte muchos han establecido o han permitido aflorar una semejanza que es común a todos los autoritarios, ya pertenezcan al penoso olimpo de los “non plus ultra” de todos esos “ismos” ideológicos, tan parecidos entre sí y sin embargo tan opuestamente considerados por la “justicia” histórica, o a dioses menores del exceso, no por ello menos peligrosos, sangrientos y castrantes. El martes 12 de diciembre de 2006, el diario español El Mundo, publicaba un análisis (“La muerte de un dictador”) escrito por Bernard-Henry Levy a raíz del fallecimiento de Augusto Pinochet, personaje bastante entroncado con el otro que nos atañe particularmente a los cubanos y que desde últimos de agosto deshoja la margarita de la vida y la muerte como un venerable sabio en una cama de algún lugar de La Habana. Mi generación –aun la versión cubana de esa generación—tiene mucho que ver con Levy pues fuimos los mismos pero de nuevo “los silenciados”, mucho más que los checos, los polacos, los húngaros, porque, al fin y al cabo, ellos siempre fueron Europa y “está visto que el comunismo no funciona en Europa, tal vez en países de esos atrasados, como Cuba” (comentario inoportuno que me lanzó un taxista en los días de la caída del muro de Berlín). Levy dice: “Os queda, nos queda un tiempo ya muy corto para reafirmar que ser de izquierdas, hoy en día, a comienzos de este siglo XXI, es tratar de la misma manera a Pinochet-el-facha que a Castro-el-rojo. Y acabar, de una vez por todas, con el sucio teorema contra el que ya advertía Albert Camus: buenos y malos muertos, víctimas sospechosas y verdugos privilegiados.” No caerá esa breva, compañeros. Bernard-Henry Levy también sueña, quizás delira. De todos los “ismos”, el único que seguramente no nos engañará es el istmo geográfico --me repito, pero no me importa--. Fidel morirá, sin un Garzón y con un Levy que pocos comprendemos con amargura la razón que tiene, y muy posiblemente si algunos de nosotros sienten necesidad de expresar su felicidad por tal muerte en la Puerta del Sol serán reprimidos por la policía antidisturbios. Tal vez es importante que desaparezca ya de una vez, pero eso no cambiará mi vida ni la de muchos de nosotros, ni nos devolverá nada material y ni siquiera los deseos de continuar viviendo. No somos solamente nosotros los cubanos los que ocupamos este cuerpo cuya mano hoy escribe estas palabras: también somos los rusos, los ucranianos, los siberianos, los polacos, los checos, los húngaros, los rumanos, los camboyanos, los chinos. Tan sólo si alguna vez se equiparara el comunismo al fascismo en toda su perversidad, habríamos ganado algo, pero me temo que esa otra breva, compañeros...


“Vladimir: Alors, on y va ?
Estragon: Allons-y.
Ils ne bougent pas.”



(Madrid, 29 de diciembre de 2006)
© David Lago González, 2006.