lunes, 25 de febrero de 2008

Isn't it a pity?

a Antonio, “compañero del alma, compañero”,
compañero de camas y secretos, de desbordantes comidas,
y de fracasos supuestamente antagónicos





Qué pena que cuando tú creías en el país de hadas donde yo vivía, yo no creía en el país de sombras mustias en que vivías tú ni tampoco creía que me moviera entre hadas buenas porque cada mañana al despertarme me pinchaba el pulgar con un huso emponzoñado.

Qué pena que en las manifestaciones tú arrojaras bolas de acero contra la policía, liberando la rabia contenida de querer matar, en el mismo momento en que yo corría en desbandada, huyendo cobardemente de la última, y por supuesto inesperada, redada nocturna.

Qué pena que hayas visitado los calabozos subterráneos de la Puerta del Sol, con la cabeza manchando de sangre el largo cabello, mientras a nosotros nos abandonaban en un descampado a las afueras de Camagüey, a mitad de la noche, después de cortarnos el pelo a tijeretazos torpes y rabiosos porque esa misma longitud del cabello significaba al mismo tiempo dos polos opuestos y yo creía -¡qué tonto he sido!- que eso nos unía.

Qué pena que las barricadas y la lucha clandestina engrandecieran tus ideales y mantuvieras tu fe hasta estos momentos, mientras mi lucha diaria por la subsistencia y el oir continuamente todo lo que en verdad sufrías del otro lado de la frontera me hayan dejado aniquilado de ideales y de fe, y hoy pueda tomarme cientos de café con una cierta libertad, y también en medio del más absoluto páramo de ideales y de fe.

Se requería más sangre para mi historia, porque la sangre es roja, espectacular, brutal, deslumbra y, al fin y al cabo, se le puede distinguir bien; mientras la sutileza y el absurdo son cosas tan endebles, tan vanas, tan banales, tan difíciles de explicar y distinguir. La huella no es una cicatriz que atraviese mi cara sino, tal vez, una neurona escexivamente explotada por el pensamiento, o un inaguantable cansancio en las piernas que no sé cómo explicar y mucho menos nadie sería capaz de comprender ni de tomar en consideración.

Nos piden paz, piden armonía, piden perdón, piden olvido, piden "espacios abiertos" (en los "espacios abiertos" nos arrancaban a jirones las contestarias melenas de los 60), y todo suena tan lindo, Ché, tan armonizador; y al cabo de otro siglo son Ellos los que quieren volver a solucionar el futuro del país de las hadas, cuando no supieron retenerla para Su Imperio, pero, eso sí, nos echan en cara que la sangre no fuera la suficiente.
Parece que ahora el papel de Colonizador cambia por el de Moderador: otra forma de injerencia, pero tan sutil como la vida subterfúgea en el País de las Hadas.
Pero algo falló con nosotros: teníamos que haber sangrado más, teníamos que haber desaparecido, teníamos que estar todos muertos para que nos tomaran en cuenta.
En el fondo no están más que echándonos en cara nuestra cobardía, nuestra absoluta falta de creencia en la palabra "patria", costumbre que nos inocularon Ellos desde el mismo momento en que descubrieron "la terra mas fermosa" y la destinaron al expolio, y ese expolio quedó en nuestras venas como un hábito nacional, como una subvaloración en torno a las hadas
Les debemos, cómo no, el idioma y la arquitectura -algunas veces más barrocas-, como si la Historia hubiese sido parte de un intercambio cultural entre indígenas y turistas. Son simplemente los respetables y hermosos restos que heredamos de ciudades creadas para El Imperio, y sólo para El Imperio y la Santa Iglesia Católica. Y para colmo introdujeron la esclavitud y se dan el lujo de juzgarnos como racistas.
Sin embargo, creo recordar que nunca se les ocurrió hacer una revolución para acabar con el anciano de voz de sordina del país de las sombras, tan íntimo amigo y tan bien avenido con nuestra Hada Mayor: las revoluciones no son para la "civilizada" Europa -¡válgame Dios: aquí se dialoga!-, sino solamente para los mundos terceros que dejaron por herencia al Imperio que después les suplantó.

Pero al fin y al cabo, la vida se vive, bien o mal, pero se vive.
Y por suerte, es una dicha que tú no te hayas convertido en político ni que yo haya terminado siendo un intelectual, porque ambas cosas, en el fondo, forman parte de una misma oficialidad, y se repelen o se complementan según las circunstancias.
Tenemos que agradecer la vida intensa que hemos tenido, aunque no nos valga para hacer dinero: a ti te ha valido para ser fugaz reconocido y eterno olvidado, porque pasarás al olvido igual que yo ingresé en él desde el principio: ni tú ni yo hemos sabido ni hemos querido mantenernos dentro de la foto.
Tal vez es eso lo que nos une -digo yo, buscando la lógica a la magia de habernos conocido y compartir tanta lucha y tanto fracaso sin llegar a rechazarnos-.
Pero qué dicha finalmente la intensidad que nos ha llevado a este agotamiento mientras otros muchos tienen tan poco que contar. Otros no tienen nada que contar, salvo acudir a misa los domingos y donar la ropa usada a traficantes para limpiar sus armarios y sus almas. O ir al Corte Inglés. O de vacaciones a China, a ver cómo prepara su embestida hacia la cúspide del dinero mientras sigue aplastando las cenizas de Tiannamen y con un tiro en la nuca se deshace de los descarriados arrodillados, como también hace Estados Unidos, y también, por qué no, el País de las Hadas igual que antes lo hacía el País de las Sombras.

Y esa dicha, "compañero del alma, compañero", nos la llevamos en silencio;
posiblemente tú se lo contarás a tus hijas;
yo la repetiré, solo, sentado en un parque madrileño, y para los transeúntes seré un loco más, uno de los tantos que pueblan la ciudad.

Un indigente de la historia.



1997. 29 de Octubre. (Leído en el Café Manuela por la noche.)