domingo, 28 de octubre de 2007



Paseo de vida y muerte
entre la Tragedia y la Pachanga

(XX Aniversario del Éxodo Masivo Embajada del Perú – Puerto de El Mariel)


a la memoria de mi madre,
que, a consecuencias de no haber podido salir por el puerto de El Mariel, se vio obligada durante dos años a soportar dignamente los insultos de un grupo de vecinos jóvenes, que aprovechaban cada momento en que la veían para aplicarle el calificativo de “puta”



Introducción


Uno de los grandes tesoros que lamento profundamente haber perdido en el naufragio del destierro consistía en una versión asiática de “La Pachanga” que inmortalizara Hilda Lee (sigue hoy cantándola desde Nueva York) cuando aparecía en CMQ-Televisión, bajitica, toda “sonlíente”, entonando con gracia sin par aquel estribillo inolvidable: “Señole, qué pachanga; vamo pa’la pachanga; papito, qué pachanga, qué buena la pachanga...” El autor -y también primer intérprete- de tal prodigio, que marcaría para siempre nuestras vidas (“que quizás un día valieron un poco”) y la definición de toda una nación, se llamaba Eduardo Davinson, que ignoraba que su gran aportación a la cultura cubana no quedaría reducida a la música ¿típica?, sino que, desde aquel momento y sobre todo con el paso de los años, rebasaría cualquier límite hasta alcanzar las cotas más altas de lo filosófico y lo sociopolítico.

Esta “introducción” a lo que pudo ser una tragedia reconocida como tal (de haber sucedido en un país más serio) no es un mero relleno, sino que, como se verá más tarde, tiene su justificación y está presente en cada minuto de esos escasos dos meses durante los cuales se conmovió La Isla de Juana -y uno, pobre iluso, con esa vanidad de la que peca La Revolución y que nos ha metido en las venas al hacernos creer que somos “ombligo del mundo”, pensó alguna vez que tuvo repercusión mundial y que alguien, en alguna parte, quizá podía comprender (o al menos sospechar) que no todo funcionaba tan bien en la tierra más hermosa que descubrió Colón, y lo que hubiese sido más importante: que aquel sismo pudiera haber servido para que, al menos, se tomara al pueblo cubano en cuenta por sí mismo y no se nos siguiera utilizando como punching-bag para viejos y nuevos resentimientos imperialistas-.

Subrayo que este recuento de sucesos y conclusiones es la opinión personal de alguien que vivió esos días, no fue -todo sea dicho- uno de los que peor se vio afectado por los acontecimientos y carece de todo aval oficial dada mi posición política marginal; no obstante, la obviedad es de tal calibre que no creo que, en lo que a partir de ahora intentaré exponer, pueda caber una elucubración descabellada. No pido a nadie que comparta lo que digo, pero aquella vorágine fue para mí el punto de ruptura final y definitiva, no ya con la Revolución -con la que no la pudo haber cuando nunca existió unión-, sino con mis propios compatriotas, con el país donde nací, y veinte años después sigo tan avergonzado de ser cubano como lo sentí entonces. Es un tiempo para borrar y, a la vez, un tiempo para no olvidar jamás: quiero tener bien claro siempre todo lo malo -y también lo bueno- a lo que los seres humanos somos capaces de llegar. Un desatino de los excesos, la gratuidad de las “vendettas”, la falsedad de unas iras que podían fácilmente acabar con la vida de otras personas. El carnaval de una tragedia donde los actores continuamente se ponían y se quitaban las máscaras, las intercambiaban, las negaban, las reconocían, las ocultaban o las enarbolaban. La tragedia de un carnaval donde, de un día al otro, el victimario pasaba a ser víctima, y viceversa; y en el fondo, simplemente unos tristes y lamentables recuerdos que me mantienen fresca la buena y -citando al poeta Heberto Padilla- también la “mala” memoria.

Para intentar recomponer este rompecabezas, me he remitido a la consulta de tres diarios españoles de la época: “El País, “Diario 16” y “ABC”, tanto para calibrar las noticias y las opiniones publicadas al respecto como para que me sirvieran de una cierta guía cronológica.

(Agradezco a los escritores Luis de la Paz y Rolando H. Morelli por aportar sus vivencias en el caso de El Mariel, y a Oscar León Morell por acceder a concederme la entrevista concerniente a su estancia en la Embajada del Perú, ya que esta especie de HOMENAJE a los que vivieron aquellos sucesos, hoy casi olvidados, no hubiese sido el mismo sin sus experiencias.)


Ocupación de la Embajada del Perú
(Lo primero no es siempre lo primero)


Pasando por alto otras irrupciones a distintas legaciones latinoamericanas acreditadas en La Habana que venían incrementándose desde mayo del 79, el 1 de Abril de 1980 un autobús con seis personas logra traspasar con éxito el cordón militar cubano, las barreras metálicas y la construcción arquitectónica del recinto de la Embajada Peruana y alcanzar los jardines, llegando así a “territorio extranjero dentro de Cuba”, lo que impidió que las autoridades cubanas apresaran a los asaltantes. “Las embajadas en La Habana venían siendo guardadas por policías con metralletas, cuya misión era, tanto o más que proteger a los diplomáticos, evitar que la gente entrase en busca de asilo.” (ABC, martes 08.04.80). En este asalto resultó muerto de un disparo uno de los custodias, en un momento en que en dicha sede sólo estaba presente un funcionario (“... posteriormente se incorporaron cuatro más, que viajaron especialmente desde Lima, para intentar proteger los documentos considerados secretos.” -Diario 16, 08.04.80-) “El canciller (García) señaló que se había demostrado en pruebas forenses que el policía murió por el rebote de una de las balas disparadas por otro guardián. ‘El Gobierno cubano considera, no sé por qué razón, que la Embajada del Perú es la responsable de la muerte del policía’” (ABC, martes 08.04.80) La exigencia del Gobierno cubano de la devolución de los asaltantes y la negativa de los representantes peruanos a entregarlos, fueron el motivo de las conversaciones y el choque de confrontaciones verbales entre ambas autoridades desde aquel momento hasta el día 3 de Abril, a lo que habría que añadir que antes o después del día 1 (no lo precisa la prensa española) también contra la sede diplomática venezolana arremete un camión con varios ocupantes –a los que se les denegó el salvoconducto de salida durante más de un años-, con el saldo de una persona muerta y otra herida. De aquí que Fidel Castro incluyera a Venezuela en su acostumbrado lenguaje ofensivo, aduciendo que los asaltantes no eran “perseguidos políticos” y no reconociendo por tanto que se les concediera asilo por parte de los países implicados. “No hemos podido descifrar el porqué de unas medidas de tal gravedad y la utilización de un lenguaje tan violento no sólo contra Perú y Venezuela, sino también contra el resto de países iberoamericanos, con excepción de México” -dijo el diplomático peruano García (ABC, martes 08.04.80) De todos los que por entonces vivíamos en Cuba, es sabido que el PRI mejicano (revestido de falso progresismo, como lo ha demostrado el tiempo) entregaba a todo el que cometiera el error de pedirles asilo, actitud extensible a la sede argentina (con respecto a esta, el excelente poeta cubano Esteban Luis Cárdenas continúa sufriendo, en Miami, las secuelas físicas del intento y puede dar fe de la actitud de las autoridades porteñas).

Aparentemente, como represalia ante la disposición de Perú y Venezuela de conceder asilo a quienes el Gobierno cubano consideraba responsables indirectos de la muerte del vigilante de la sede peruana, Fidel Castro decide el viernes 4 de Abril, en un acto sin precedentes en el mundo diplomático, retirar la protección a la Embajada del Perú y anunciar públicamente que “todos los ciudadanos que estén ideológicamente en desacuerdo con la revolución y el socialismo pueden viajar al Perú o a cualquier país que les conceda asilo” (Diario 16, martes 08.04.80), lo cual, a pesar de las más que lógicas dudas sobre la veracidad, legitimidad y futuro desenlace de estas manifestaciones, nada confiables viniendo de quien las había hecho públicas, desencadena esa misma noche una tímida sangría humana que rápidamente va convirtiéndose en riada, tan sólo de viernes a domingo -día en que se prohíbe la entrada mediante el cierre de las calles aledañas en varias manzanas alrededor y los piquetes de elementos provistos de bates de baseball, palos, cabillas (barra redonda de hierro, de seis a ocho centímetros de grueso, que se utiliza para el encofrado) y cualquier objeto contundente que irónicamente alentara la decisión voluntaria de los que divergían de la Revolución, además de las barreras de hierro y cemento que se multiplicaban por todas las calles según la proximidad de la Legación (“Ayer, entre tanto, se redobló la vigilancia por parte de los llamados CDR, grupos estudiantiles y vecinos, que permanecen apostados junto a la sede diplomática. Un miembro de estos grupos dijo que estaban allí por iniciativa propia ‘para impedir que sigan entrando lumpens y delincuentes’”, Diario 16, 10.04.80)-. “Contradicción de las contradicciones”, que es uno de los versos de Lezama que más prefiero y que, junto a La Pachanga, mejor define “lo cubano” en general: o sea, ¿podía entrar el que quisiera, según había dicho Fidel, o no podía entrar nadie, según las hordas callejeras? ¿En qué quedábamos?... Bien, a pesar de esta contradicción, en tres días, la cantidad de personas que llegó a hacinarse en los jardines (3.000 m2) y los dos edificios que conformaban la Embajada (5.000 m2 en total) pasó de 500 a 10.800 (“según información facilitada por funcionarios de esa Legación diplomática en La Habana”, Diario 16, 12.04.80). La accesibilidad a los predios de la entonces única posible vía de escape no se limitaba a la presencia disuasiva del “pueblo encolerizado” habanero, sino que para viajar desde cualquier provincia a la capital se hacía absolutamente necesario e imprescindible demostrar mediante documentos (citas médicas, judiciales, etc.) la necesidad del desplazamiento, o de lo contrario se podía correr el riesgo de ser detenido o al menos retenido y devuelto al lugar de origen

Mientras se extiende un clima de inmovilidad, los subterráneos de la realidad, según la prensa española, revelan que indecisas y se supone que más que difíciles conversaciones se intercambian entre las representaciones de distintos países para intentar ofrecer una solución al drama de los asilados. Así, “... se recuerda hoy en círculos diplomáticos que el lunes el Gobierno de Washington anunció que no se haría cargo de ninguno de los refugiados de la Embajada peruana” (ABC, miércoles 08.08.80), negativa que posteriormente varía a la cantidad de 3.500, quedando repartida “la manada de indeseables” de la siguiente manera: “EE.UU., 3.500 (según ABC, 13.04.80: 5.000); Perú, 1.000; España, 500; Costa Rica, 300; Bélgica, 150; y Ecuador, 200” (Diario 16, 17.04.80). De cualquier forma, este reparto se verá seria y definitivamente alterado cuando a mediados de Abril se desata el desafío de la colonia cubana en EE.UU., al emprender por su cuenta y riesgo (con respecto más bien a la respuesta que pudiera ofrecer el Gobierno norteamericano), y alentada por el Gobierno cubano, la travesía del Estrecho de La Florida en busca de sus familiares.

Sobre el abastecimiento y organización de los asilados dentro de la Embajada, las noticias reflejadas en la prensa española son, en muchos casos, reflejo de la cubana, y en otros, rumores que tomándolos sin ánimo de cuestionarlos, se podrían considerar como divulgados de buena fe o promovidos por el desconocimiento. Así, EL PAIS, en su edición del 09.04.80, reseña: “La situación higiénica de los refugiados es caótica, y se han registrado casos de diarreas, deshidratación y gastroenteritis, temiendo los médicos el brote de epidemias. El Gobierno cubano repartió ayer 5.000 raciones de alimentos y 6.000 litros de leche, e instaló letrinas en la calle de la embajada, después de que las aguas fecales comenzaran a salir por debajo de las puertas de la representación diplomática” (1). Esto contrasta con lo expuesto por los asilados a su llegada a Madrid: “Hemos pasado ocho días a base de agua, sin comer más que hojas de guayaba y aguacate. Con las espinas del pescado hacíamos una sopa. Alguno comió perro y gato, así como majá, un reptil que habita entre la maleza. Estábamos hacinados. De las cajitas de comida que daba el Gobierno se alimentaba a los niños, pero del todo insuficiente.” “Además, los grupos del CDR nos tiraban huevos, patatas y tomates y nos llenaban de vejámenes cuando salíamos de la embajada para recoger los documentos.” (EL PAIS, 19.04.80). Antonio Ruiz, otro asilado, a su llegada a Barajas narra para ABC (19.04.80): “Yo estuve ocho días a base de agua. El calor era agobiante. Nos veíamos obligados a dormir amontonados y junto a excrementos y basura.” “Nos tiraban huevos, patatas, nos pegaron palos... No hay duda de que eran elementos de organizaciones gubernamentales, ya que nadie tiene acceso libre a las pistas del aeropuerto.” José Mª Carrascal, por entonces corresponsal de ABC en Nueva York, relata en la edición del 11.04.80: “Las primeras esperanzas de solución de esa tragedia humana en la Embajada... se mezclan con los primeros incidentes: un hombre conduciendo un taxi robado intentó arrollar las barricadas que la Policía ha vuelto a disponer en torno al edificio. Sonaron tiros y un niño y dos adultos, dentro del recinto, resultaron heridos. Pues sigue habiendo muchos que quieren entrar, algunos venidos de las más remotas provincias de la isla (¿?), pese a las detenciones y apaleos que les propina la Policía y pandillas del partido que merodean por aquellas inmediaciones. También alguno de los que salió con ‘salvoconducto’ ha recibido golpes. Y el chofer de la ambulancia y el camión cisterna que fue a llevar agua a los encerrados, se han quedado dentro.” Evidentemente las versiones no se ponen de acuerdo; pero los refugiados insisten en que las cajitas de comida eran, si llegaban posiblemente unos pocos cientos, lanzadas por encima de la verja y naturalmente “capturadas en pleno vuelo” por los más cercanos y los más fuertes, a los varios días de hallarse dentro, momentos que eran aprovechados por la Televisión cubana para filmarlos y luego retransmitirlos en los noticieros acompañando las imágenes de descripciones vejatorias de su aspecto y posible condición social y presentándolos como verdaderos salvajes, capaces, no ya de matar por un simple muslo de pollo, sino también de cualquier atrocidad.

Según ABC (Jueves, 10.04.80), el día anterior había comenzado el empadronamiento de los asilados por parte de las autoridades cubanas y la entrega de salvoconductos, para lo cual se habilitaron mesas en todo el frente de la Embajada. Aseguraban respetar la integridad física de los que optaran por esperar en sus casas la llamada de las distintas representaciones diplomáticas que decidieran otorgarles visado. Durante ese día y otros muchos siguientes, la reticencia, el miedo a lo que podría pasar fuera de aquel refugio y la poca confianza en la palabra de un Gobierno que no ha hecho más que engañar desde su ascenso al poder, jugaron en contra para aceptar masivamente lo que se les prometía. Unos no lo hicieron nunca y permanecieron hasta el final dentro de la Embajada; la mayor parte fue recibiendo los salvoconductos y acatando los ignotos designios de Dios o de Elegguá, según la creencia de cada cual.

La prensa española de esos días -como la de hoy- insiste en reducir los problemas a los meramente económicos como base fundamental para tal estampida, para todo el goteo de exilados anterior y posterior, y para la verdadera y pavorosa vorágine migratoria que estaba a punto de suceder. Es absolutamente cierto que desde poco después del triunfo de La Revolución comenzó a funcionar el abastecimiento controlado de alimentos y ropas, primero mediante cupones y posteriormente materializado en una “libreta de abastecimiento” o “cartilla de racionamiento” que 40 años después sigue existiendo (al menos como papel), y también es cierto que con lo planificado según los expertos cubanos en dietética era prácticamente imposible realizar dos comidas completas -del orden de la mitad de una comida media española-, aunque se suponía que se nos suministraban las calorías necesarias per cápita, pero asimismo es imposible negar que existía un complicado entramado de trueques (una latica de arroz por una de azúcar; los dos puros de ínfima calidad que cada 15 días tocaban a los hombres mayores de edad por no sé cuánto de aceite, etc.), una vastísima red de pequeños y mayores hurtos (“la compañera del punto de leche” vendía a sobreprecio las botellas sobrantes o robadas; madres desaprensivas dejaban a sus hijos sin el litro de leche que les correspondía hasta los 7 años, para revenderlo y comprar aguardiente de caña -que era lo que por entonces podíamos beber los cubanos-) y, en fin, un bastante amplio mercado negro, que iba desde la libra (454 gramos) de café sin tostar con precios que oscilaron (antes de 1982) entre los $12 y los $25 (el salario mínimo era de $75) hasta la carne de cerdo, pollo, pavo, cordero, etc., exceptuándose el ganado vacuno, que tanto venderlo como comprarlo podía estar castigado con la pena de muerte. Es decir, se subsistía comiendo entre lo planificado y el estraperlo, pero mucho más difícil era asumir la falta de libertad, la vigilancia continua por parte de los CDR o de las personas más insospechables, la falta de perspectiva, la corrupción política y económica, y el simple hecho de vivir a merced de la mala sombra de cualquier oportunista que tenía poder sobre la existencia de otras personas y que podía hacerlo valer en el momento más inesperado, y en fin, el hecho aplastante de que no se sabía en qué instante el acto más níveo podía ser considerado un pecado político de consecuencias insospechables.


La desbandada organizada de El Mariel
(Lo segundo tampoco es necesariamente lo segundo, ni obligatoriamente lo primero)


La prensa española en su conjunto sitúa el comienzo del éxodo masivo de El Mariel el día 21 de Abril, justo después del Desfile del Pueblo Combatiente que, rodeando el recinto de la Embajada del Perú, convirtió a ésta en una especie de La Meca, no para rendir tributo al Profeta, sino una vez más para vituperar a los que todavía permanecían dentro, doblemente refugiados bajo mantas y sábanas.

El Mariel es un puerto situado al nordeste de La Habana y bastante próximo a ésta, convertido en “puerto libre para la emigración de cubanos hacia los Estados Unidos”. “Las fuentes cubanas afirman que las citadas embarcaciones han llegado a Cuba por su propia voluntad y fueron recibidas por el Gobierno de La Habana con toda cortesía.” (ABC, miércoles 23.04.80)

El mismo rotativo agrega: “Los exiliados cubanos que fueron en esta oportunidad a Cuba partieron el domingo por la tarde sin conocer cuál sería la reacción del Gobierno cubano. Según los tripulantes de los dos camaroneros, los guardacostas cubanos guiaron a las embarcaciones cuando entraron en aguas cubanas y fueron llevadas al puerto de El Mariel, donde pudieron embarcar a varias docenas de refugiados.” Según se desprende de este enigma, aunque es irrefutable que las embarcaciones parten (y continuarían partiendo durante 15 o 20 días más) de La Florida por su propia voluntad y no coaccionadas por ninguna ametralladora, parece obra y acto del Espíritu Santo: 1º) que de un día para otro la agresividad del Gobierno cubano se convierta en cortesía; 2º) que siendo Cuba una isla, con cientos de puertos al norte y al sur, las embarcaciones supieran de antemano que al menos debían dirigirse hacia el extremo noroccidental de La Habana; 3º) que los guardacostas cubanos “casualmente” guiaran a los visitantes al puerto de El Mariel y que este puerto “casualmente” ya estuviese habilitado para el futuro trasiego marítimo; y 4º) que “varias docenas de refugiados” estuviesen “casualmente” listos para embarcar, como si hubiesen estado tomando el sol y hubieran optado deportivamente por un paseíto hasta Cayo Hueso.

Postergando lo que yo considero “antecedentes” para el inciso siguiente, lo cierto es que los preparativos, digamos más inmediatos, para lo que sería “un puente flotante entre Cuba y Florida” (ABC, miércoles 23.04.80), corren casi paralelos a los hechos de la Embajada del Perú. Contradiciéndose en cierta forma, ABC señala al día siguiente que “Kilómetros antes del Municipio de El Mariel, comienzan a verse los controles de la Policía, mientras que la ciudad que recibe el nombre del puerto está prácticamente militarizada.” “Sin equipaje, y con las , los viajeros descendían ayer tarde de los autobuses para pasar rápidamente a los barcos, mientras dos centenares de periodistas de todo el mundo observaban la maniobra.” Por lo que después explicaré y profundizarán los testimonios de los protagonistas, creo que buen dinero podrían haberse ahorrado las agencias noticiosas si sus periodistas eran capaces de decir que los viajeros lucían galas domingueras, lo cual, conociendo el recorrido y los innumerables atropellos que acumulaban encima estas personas, suena a sarcasmo. El periódico añade: “Un funcionario cubano confirmó a la agencia Efe que el Gobierno de La Habana está dispuesto a permitir la salida de todos aquellos cuyos familiares vengan a buscarlos desde los Estados Unidos. Con ello se confirma lo expuesto en el diario “Granma” (órgano del Comité Central del Partido Comunista), que mantiene la autorización de salida por el puerto de El Mariel a todas aquellas personas que sean recogidas por embarcaciones privadas norteamericanas.”

La noche del viernes 25 de Abril, como privilegiado propietario de un teléfono, una amiga y yo la pasamos, íntegramente, intercambiándonos el auricular de una mano para no perder el contacto con la operadora de las llamadas internacionales. Nos habíamos hecho cargo de recordar a nuestros familiares la inclusión de nuestros nombres en los posibles barcos y trasmitir el mismo mensaje a las familias de otros muchos que carecían del invento de Bell (entre ellos, el escritor y amigo Carlos Victoria, a quien dicha gestión sí resultó positiva). Las circunstancias, siempre caprichosas, quisieron que ni esa amiga ni yo partiéramos por El Mariel -y de hecho ella continúa en Cuba-. Para el amanecer del día siguiente ya habíamos quedado con un compañero de trabajo con el fin de trasladar en el sidecar de su moto ciertas cosas que yo quería sacar de casa. Esto no vendría al caso relatarlo, si no fuera porque esa persona acababa de llegar de La Habana y nos confió “algo que no van a creer”: el Gobierno estaba estableciendo una cuota para que las embarcaciones que llegaban a buscar sus familiares (relación escrita exigida), incluyeran 3 delincuentes sacados de la cárcel por cada reclamado. “Y se dice que van a hacer lo mismo con los locos”, añadió. Yo, mentalmente, no pude dar cabida a tal maquiavélico plan y di por hecho que sería un bulo de “la gusanera revuelta”. Meros días me quitaron la razón.

Al siguiente lunes se instauraban en toda Cuba -y cuando digo “toda Cuba” quiero decir “en cada pueblo y capital de provincia de la isla”- las Oficinas de la Escoria. La de Camagüey -ciudad donde nací y viví hasta nuestro traslado a Madrid- estaba situada en la Carretera Central dirección-Oriente, detrás del Banco de Sangre, en lo que eran unas dependencias del Departamento de Tráfico de la Policía adonde se llevaban los coches retirados por infracción de sus conductores, etc., y consistían en varios cientos de metros de pilotes techados. Algunas mesas, sillas, y bancos desperdigados a una suficiente distancia de los primeros, componían el mobiliario. Para acceder a dicho lugar, convenientemente oculto a la mirada pública, era necesario transitar por un trayecto de tierra de unos 15 metros de longitud, situado a un lado del Banco de Sangre, y al final de esta “entrada”, aquel trecho se abría a su derecha en una explanada inicialmente arbolada, y hasta casi bucólica.

Uno de los personajes encargados era un policía o militar (siempre he sido un poco torpe para poder distinguir las distintas variantes de El Aparato Represivo) de apellido Parrado, natural o residente de Florida (Camagüey) y hombre tan bien parecido y poseído de (o ¿por?) su belleza que se hacía llamar a sí mismo “el Alain Delon cubano”. Ciertamente el parecido era notable, así como también la similitud con algunos personajes interpretados por el actor francés: sabía dar palizas, patear, dar puñetazos, insultar, humillar, etc., además de anotar las señas y cualidades de La Escoria. Otra personalidad asidua a tan prestigioso lugar era el temido Tte. Lara, del Dpto. de Lacra Social del MININT, que decidió el destino de muchos.

El paso inicial, cuando uno se sabía incluido en el listado de alguna embarcación era, o bien esperar a que la Policía lo comunicara personal o telegráficamente, o adelantarse acudiendo al Dpto. de Emigración para dar rellenar una serie de impresos de los que allí son llamados popularmente “cuéntame tu vida”. Coincidió este accidente de la vida de uno en que estaba ¿disfrutando? de unas vacaciones y sin pensarlo mucho me dirigí a dicho organismo (después se explicará por qué menciono esta coyuntura personal sin importancia). Entré sin mover los pies, trasladado por una muchedumbre que se deslizaba a hacer lo mismo que yo, y se cruzaba con otra en la que tampoco era necesario hacer ningún esfuerzo con los miembros inferiores y que se supone que ya había concluido lo que yo estaba por iniciar. Por lo tanto, para quienes suponíamos que al estar reclamados por familiares cubano-norteamericanos (nuestra familia tuvo allí tres barcos y nadie fue llamado) nos llegaría finalmente el aviso del correspondiente traslado, la incursión a La Oficina de La Escoria constituía la última y más desesperada tentativa. Pero fuimos muchos los que tuvimos que afrontarlo.

Dicha oficina en Camagüey se inaugura una tarde. Corre el rumor, la gente duda, desconfía, lo rechaza como posibilidad real, teme, y son muy pocos los que deciden aventurarse ese mismo día. Un amigo que se encontraba en casa aquella tarde, prefirió correr el riesgo. Al llegar se declaró “homosexual” y un militar le ordenó sentarse junto a otros tres jóvenes desconocidos. Pasadas unas horas, se les comunica que iban a ser trasladados a Kilo 7 (pavorosa cárcel-granja situada frente al aeropuerto y que con el tiempo se ha agrandado hasta convertirse en Kilo 8 o Kilo 9) para realizarles “una pequeña prueba” a fin de comprobar la veracidad de lo argumentado -los muchachos dieron por hecho que la prueba consistiría en entregarlos a los “bugarrones” de mayor calibre fálico-. (Al menos en aquellos tiempos, la homosexualidad “activa” no estaba considerada como homosexualidad -léase “enfermedad”, “delito”- ni policial, social o patológicamente, y tal es el grado de machismo en la sociedad cubana, que era cuestión de orgullo -sobre todo, en capas sociales bajas- ser reconocido públicamente como “bugarrón”.) Dos de aquellos jóvenes se marcharon amedrentados y dos -entre ellos, mi amigo- decidieron quedarse. Todo quedó en una broma de militares, y finalmente se les ordenó presentarse al día siguiente para partir. (Las palizas, ejecutadas por personas armadas, apostadas a ambos lados del camino de entrada, de forma que tanto al entrar como al salir “la escoria recibía su merecido”, se iniciaron desde la misma apertura y se recrudecieron virulentamente durante dos días más, torpe error que pronto se dieron cuenta de prohibir ya que esta acción impediría la afluencia masiva de quienes deseaban huir.)

El listado que servía de base para considerar (y auto-considerarse) “escoria” incluía, entre otras cosas y manteniendo un cierto orden decreciente: tener antecedentes penales, ya fuesen políticos o comunes; y si se carecía de ellos, declararse contrarrevolucionario, homosexual pasivo, carterista, ladrón, pederasta, rascabulleador (voyeur), marihuanero, jugador (el juego estaba prohibido), estraperlista, alcohólico, y un inimaginable etcétera hasta llegar a lo religioso, que descendía en importancia delictiva por el orden siguiente: palero, santero, Testigo de Jehová y todas las diferentes variantes de la Iglesia Protestante. Curiosamente, la Católica no estaba incluida en esta lista ni nunca se manifestó públicamente (tanto dentro como fuera, según mi incursión en la Hemeroteca Nacional) sobre los sucesos que conmovían a Cuba en aquellos momentos, coincidencias ambas que dudo fueran producto del azar.

Cuba es siempre, no un país de reglas, sino de excepciones. Teniéndolo en cuenta, el proceso más usado para alcanzar el grado de “escoria” era hacerse con una carta de recomendación a la inversa firmada por el CDR, exponiendo y certificando el deterioro social y delictivo al que se había llegado. Con esta carta, el interesado se presentaba en La Oficina de La Escoria, se la aceptaban, no se la aceptaban, se mofaban de él públicamente, leían su contenido en voz alta, valoraban incluso su aspecto exterior, y determinaban si era debidamente merecedor de ser considerado “detritus del pasado” y por tanto un elemento indeseable y desechable para “la sociedad del hombre nuevo” que había preconizado el Ché Guevara. Todas estas acusaciones o confesiones se vaciaban en un impreso que era finalmente firmado por el solicitante y que, en contra de todo pronóstico, no acompañaba a la persona en su viaje a los EE.UU., sino que todo aquello quedaba archivado en Cuba y al viajero se le solía entregar un pasaporte que acreditaba falsamente el haber estado asilado en la Embajada del Perú. Los impresos eran tan contradictorios en sí mismos que una persona podía ser al mismo tiempo, sobre todo en lo que a religiones se refiere, santero, Testigo de Jehová y Adventista del Séptimo Día, lo cual es confesionalmente incompatible.

Ya fuera por los requisitos exigidos por la Oficina de la Escoria o por Inmigración, esta información pasaba por el CDR, por la universidad o centro de estudios donde se estuviera, o por el lugar de trabajo, convirtiendo lo secreto en público, y la persona podía ser víctima del acto de repudio en cualquiera de las tres esferas, o en los tres lugares a la vez, una o repetidamente. O sea, los insultos, golpizas, pedradas, escupitazos, excremento, huevos, empujones, desgarro de ropas, agresiones más contundentes –como arrojar ácido a la cara- y en fin, cualquier vejación imaginable, podían comenzar en el centro de trabajo o de estudios y extenderse por toda la ciudad hasta que “el repudiado” se refugiaba en su casa, momento en el que se sumaban los vecinos dispuestos, y la casa en sí se convertía pues en el objetivo de lapidación. Yo añadiría a los logros de La Revolución Cubana, dos más que para mí resultan incuestionables: los helados Coppelia, cuyos sabores no he vuelto a deleitar ni desde lejos, y las gallinas de raza Leghorn que por entonces habían logrado convertir al huevo en el único producto alimenticio que se vendía fuera de libreta (volvieron a ser planificados a consecuencia del uso excesivo que se les dio durante los actos de repudio) -“los huevos”, en realidad, juegan un papel fundamental en la sociedad cubana-. Independiente de lo ya denigrante del acto en sí -siempre cuestionablemente merecido o no-, estaba presente lo deleznable de que en la mayor parte, el porcentaje de verdadera ira justificada era tan ínfimo en comparación con el alto índice de oportunismo, venganza barriobajera, inercia, miedo a significarse si no se participaba y, lo que es peor, descarada simulación por parte de las personas que más tarde, al día o a la semana siguiente, también recibían el aviso de salida o se adentraban en el mismo proceso “escorizante” (palabra que acabo de inventarme), y que de victimarios pasaban a víctimas, que hace que esa porción de la población, aunque manipulada pero fiel a La Revolución, no constituyera la cólera y la furia espontáneas y representativas que preconizaba el Gobierno cubano y que desgraciadamente ha dado la vuelta al mundo como lo verdaderamente válido.

En Camagüey se dio el sonado caso de un miembro de la cúpula provincial del PCC, apodado “Macuto”, que ocupaba asiento en la tribuna de La Marcha del Pueblo Combatiente en la Plaza de Joaquín de Agüero, y que al día siguiente recibía el telegrama de salida. Este señor y su familia vivían en una de las mansiones de la Avda. de los Mártires y, además de cortárseles el suministro de luz y agua, fue de inmediato encarnecidamente perseguido por las hordas populares -en el acto de repudio más furibundo, degradante y feroz que el escritor Carlos Victoria y yo pudimos presenciar desde una aconsejable distancia-, que destruyeron literalmente la fachada de aquella casona y pusieron en grave peligro la vida del compañero Macuto y su familia, viéndose obligado a escapar por patios traseros colindantes, descubierto en el Hospital Provincial adonde acudió para atenderse las heridas y finalmente encarcelado (no se le permitió abandonar el país). La casona vecina, propiedad de un médico y su familia, fue también atacada simplemente por ser una de sus hijas, novia del hijo del perseguido y “vendepatria” Macuto; personas que no mostraron ninguna intención de abandonar el país y, según creo, siguen viviendo allí después de haber sido injustamente represaliados durante años.

Una de las diferentes materializaciones de La Revolución Cubana es la de ser Un Juego. Un Juego que se sabe “juego”, conoce a “sus jugadores” y permite que “juegue todo el que quiera”, porque ese “juego a jugar” forma parte del proceso y de su sostenimiento y base primordial para su proyección exterior. Sutilmente, también juega a que te mete miedo, juega a asustarte, juega a que te mata: apunta, dispara y... las balas son de fogueo, y tú finges que has muerto; pero también de tanto simular morir, esa muerte termina por hacerse real. La mayor parte de nosotros, de una forma u otra, desde una insignificante guardia en el Comité hasta ir a recibir a Kim Il Sung u Omar Torrijos, o ir a sembrar caña, o hacer lo mínimo para no “señalarse” demasiado, hasta los que han ido mucho más adentro en el complejo sistema de mentiras y simulaciones y creencias -sin adentrarnos en el oscuro mundo de la colaboración e involucración total- hemos “jugado” en mayor o menor medida. Por supuesto, hay diferencias considerables y grados de compromiso incuestionables, pero en muchos casos para nosotros el ser totalmente inocente podría haber conllevado una heroicidad para la que no todos tenemos madera o interés. La Revolución es, dicho así, un juego que ha ido demasiado lejos y que ha arrastrado también demasiado lejos a nuestro pueblo, y eso se evidenció en los acontecimientos sucedidos dentro de Cuba durante el éxodo de El Mariel y no reflejados en prensa alguna (al menos de la que yo he podido revisar), etapa que considero -para los que entonces teníamos una edad razonable con el compromiso o con el desentendimiento, o en fin de cuentas, con una decisión- absolutamente definitoria. Independientemente de La Revolución en sí, yo no puedo compartir el orgullo de haber nacido en el mismo país en el que nacieron personas que no vacilaron en agredir –por no referirme a mayores excesos- a otros seres humanos -en numerosos casos, conocidos, amigos y hasta familiares- por el simple hecho de que los primeros querían continuar jugando un tiempo más y los segundos habían decidido retirarse del juego.

Como a todo, por suerte, hay excepciones loables, he de reseñar que una de ellas fue nuestro caso. Todos estos sucesos, como creo haber mencionado antes, me pillaron “de vacaciones”. No nos fuimos a pesar de haber sido reclamados en listados de familiares; tampoco nos fuimos después de habernos inscrito mi madre y yo en La Oficina de la Escoria como Testigos de Jehová (si yo, por mi cuenta, me inscribía como cualquier otra cosa no podía llevármela conmigo). Nuestro primer intento se supo de inmediato en el CDR y en mi centro de trabajo. Tanto al nivel de “cuadra” como del “trabajo”, un reducido grupo de personas -entre ellas, tan “gusanas” o más de lo que podía ser yo- se brindaron de inmediato para darnos un acto de repudio. En el CDR, su presidenta se negó tajantemente a secundar cualquier agresión contra nosotros, aludiendo que siempre habíamos sido unos vecinos respetables y que nadie tenía por qué castigarnos por tomar una decisión personal. En el centro de trabajo, tanto el Director, Rolando Acuña, como la cúpula del SNTC y del PCC se negaron igualmente; desconozco sus justificaciones. Al ir finalizando aquella vorágine y comprobando lo improbable de abandonar Cuba, una vez concluidas las vacaciones me presenté ante el director de la empresa, le expuse lo que ya él conocía y el hecho innegable de que me hallaba físicamente frente a él dispuesto a reintegrarme a mi trabajo; excusándose, me dijo que no podía mantenerme en el mismo rango por motivos de seguridad (aunque la mayor parte de los datos estadísticos con que trabajaba era pura mentira) y me trasladó a la construcción; el oficial-albañil que me recibió no sabía qué hacer conmigo y me encomendó la tarea de quitar restos de cemento que se habían solidificado donde no correspondía: en esa labor me mantuve toda la jornada mientras desde las naves cercanas y algunas veces haciéndome corro, compañeros de trabajo me humillaban con toda clase de insultos y me lanzaban restos de comida o piezas un poco más considerables. Naturalmente, no volví al día siguiente y al cabo de 15 días se me dio baja por “abandono del puesto de trabajo”. El peor momento fue el de la comida, cuando los auxiliares de cocina no sabían si podían o no darme de comer, y cuando me vi obligado a impedir, en bien de ellos, que algunos compañeros y amigos se acercaran a mi mesa para solidarizarse conmigo.

De cualquier forma, el hecho de haber sido un caso excepcional, no impidió que viviéramos en un estado permanente de terror inolvidablemente representado en mi mente por dos sonidos que de vez en cuando vuelven a mí como un espectro sonoro. Primero, el de los reactores MIG que pasaban rasantes y ensordecedores posiblemente a la más baja altitud posible durante continuas maniobras militares, ya que, según Fidel, la invasión norteamericana era un hecho inminente; según perdía intensidad este ruido, le sustituía entonces el rumor de la turba que se acercaba peligrosamente calle abajo, y sin que pudiera ser capaz de precisar si era por fin aquél que me tocaba, nos hacía correr precipitadamente hacia el salón para reforzar con trancas de madera y hierro la ventana y la puerta, cuyos cristales habían sido ya debidamente tapiados, y mover lo más posible al interior los muebles de la sala y la saleta para que no sufrieran daños por si, como todo parecía indicar, nos tocaba continuar viviendo en la Isla de Cuba. Estos sonidos se han instaurado dentro de mí parece que de forma definitiva y a los 18 años de residir en España constituyen una de las alucinaciones auditivas que no han dejado de atormentarme, cuando menos lo imagino, a lo largo de todo este tiempo.

Como se desprende de lo dicho en alguna parte del texto, ser reclamado desde las embarcaciones que arribaban a El Mariel como familiar (es obligatoriamente lógico dar por sentado que los cubanos en EE.UU., no iban a hipotecarse económicamente y en muchos casos poner en riesgo sus vidas yendo a recoger personas que merecen vivir tanto como cualquiera, pero a los que no les unía vínculo sanguíneo alguno), así como la humillante auto-inculpación como “escoria”, no significaban un seguro de salida hacia El Sueño Americano, que indiscutiblemente falso y lleno también de humillaciones, sacrificios, crueldades, explotaciones, etc., etc., -tanto como “El Sueño Español” o “El Paraíso Europeo” para los que nos quedan al sur de Algeciras- era y ha continuado siendo extrañamente preferible y preferido al Paraíso Cubano (que no lo prefirieron siquiera ni los chilenos, argentinos y uruguayos que inundaron los hoteles de La Habana al escapar del cruento golpe de estado pinochetista). Por supuesto, a estas alturas imagino posible –aunque puede que me equivoque- que muy pocos cubanos creerán verdaderamente que lo humanitario era o puede ser lo prevaleciente en la actitud que mantiene EE.UU., con respecto a Cuba, sino que es lo político la primera de las razones, pero sean cuales sean, los cubanos, dentro de la desgracia de continuar sosteniendo durante 40 años un edén ficticio que nos afecta tanto dentro como fuera, debemos considerarnos dichosos de que las razones políticas superaran a las humanitarias e incluso hasta de haber sido utilizados por ello –al fin y al cabo, desde que se nos descubrió hasta el momento en que escribo este texto, no hemos dejado de serlo por unos y por otros- y de que nuestros vecinos más cercanos sean los monstruosos imperialistas norteamericanos, porque ¿qué habría sido de nosotros si en vez de cubanos hubiésemos sido albaneses y en vez de Key West, el puerto más cercano hubiese sido Brindisi, en Italia -parte de la hipócrita Europa-, que no dudó ni un segundo en perseguir a las personas como ratas de bodega y devolverlos sin contemplaciones ni remordimientos al Paraíso Albanés?

Aunque los distintos periódicos españoles de la época minimizan la proporción de criminales, delincuentes y desquiciados entre la riada migratoria y efectivamente es un porcentaje considerablemente menor dentro del total de los que arribaron a costas norteamericanas, son significativas estas palabras de Fidel, pronunciadas en su discurso del 1 de Mayo: “Los Estados Unidos han querido siempre nuestros mejores cerebros -también se podría decir que “nuestros mejores cerebros” tenían derecho a elegir, igual que lo tienen los españoles, los franceses o los rusos-. Que ahora se lleven nuestra escoria.” En algún momento de los muchos de entonces, Fidel subrayó que si Cuba vivía en una democracia, refiriéndose al derecho a elegir, también éste era aplicable a los que cumplían algún tipo de condena, no importaba del orden que fuera, porque, claro -haciendo uso de la demagogia que le caracteriza- ¿por qué unos sí y otros no? En cambio, nunca se expresó sobre los enfermos mentales. La verdad es que “caer preso” en Cuba era algo sumamente fácil y no todo el que hubiese pasado por la cárcel se podía catalogar como “delincuente”. Sobre todo en el aspecto político, la gama de los delitos era tan amplia que incluía cualquier comentario en contra de cualquier aspecto de La Revolución; protestar por lo exiguo, lo menguado o lo robado de algún componente de las cuotas de racionamiento; intentar salir clandestinamente del país -como lo que ha devenido en llamarse “balsero”; escondido en un avión (caso mucho más difícil y arriesgado, pero que recuerde España los dos cubanos que mucho antes de El Mariel llegaron a Barajas dentro del tren de aterrizaje de un avión: uno vivo y el otro muerto); saltándose la verja de alguna embajada o salvando el campo minado que rodea a la Base Norteamericana de Guantánamo y nadando hasta las instalaciones estadounidenses (como hicieron a principios de los 70, Ñico y el poeta Jorge Oliva, R.I.P.); descuidarse en algún aspecto laboral que pudiera ser considerado por las autoridades “una falta mayor y premeditada”; escribir fuera de los cánones establecidos; publicar en el extranjero; dejarse abierto el grifo de un barril de miel de purga (algo empleado para alimento del ganado vacuno que nunca he sabido muy bien lo que es), como le sucedió a un guajiro compañero de celda del escritor Carlos Victoria en el tiempo que pasó internado en Villa Maristas; ocultar dólares (que por entonces podía conllevar la pena de muerte) o dinero cubano anterior al cambio; poseer o leer libros considerados mal vistos ideológicamente; la estafa o fraude al Estado cuando éste sobrepasaba una cantidad casi astronómica para Cuba que creo recordar que era del orden de los 90 millones de pesos; y un número infinito de inculpaciones que podía llegar hasta el absurdo de un caso real en Camagüey: la condena por “diversionismo ideológico” a varios años de cárcel de un profesor de música y violonchelista de la Filarmónica de Camagüey, apellidado Oriol, por indicar a sus alumnos la diferencia cualitativa entre un Stradivarius y un violín de fabricación soviética-. Entre los delitos comunes estaba natural y lógicamente asesinar, robar, violar, la pederastia, conductas “antisociales” como emborracharse, escandalizar, gamberrismo, practicar el sexo (si se trataba de dos hombres; la consideración podía suavizarse para dos mujeres porque el complicado retruécano mental del machismo de cierta forma reconoce en el lesbianismo una manifestación de sí mismo); y ya la amplísima categoría de “peligrosidad” –mero equivalente de la ley franquista de “vagos y maleantes”: signo cuando menos curioso de que los extremos siempre se tocan, compañeros- se adentraba en lo más ignoto e intrincado del código de conducta concebido por esa aventurada combinación de dogmas, encabezándola la homosexualidad o simplemente no encajar dentro de los patrones oficiales establecidos. Fue conocido y probado, y conocible y probable, por aquellos que les interese saber la verdad y no mantenerse en la utopía a toda costa, que muchos condenados y ex­-condenados fueron obligados a marcharse; a otros se les consultó y se les dio la opción de elegir (Evelio Cabiedes, excelente narrador camagüeyano, por entonces preso en Kilo 7, que decidió quedarse); a otros se les consultó, pero la opción ofrecida era la marcha forzada o re-condenarles (p.e., vecinos que estaban en libertad, como Mingo y Caracortada -sólo conocí sus nombres de guerra-, a los que se les puso el mar por delante).

Cabe suponer que no se molestarían en preguntar sus preferencias a los enfermos mentales. Su inclusión en los barcos vía-Miami es un hecho igualmente oído por todos los que vivimos esos cuarenta días, pero si a estas alturas, con todas las pruebas existentes, algunos ponen en duda los crímenes hitlerianos, ¿qué puede quedar para unos pobres locos de Mazorra. Para cerrar este desagradable tema, he de añadir algo que es totalmente imposible de probar, en cuanto a si utilizó con ellos el mismo método o simplemente se les ingresó de por vida en hospitales mentales, pero lo cierto es que en la ciudad de Camagüey, menesterosos (que ya los había, más bien vinculados al alcohol -entre ellos, un ex­-compañero de trabajo, contable, y excelente persona: Blas Carmenates) y locos callejeros como la hermosísima mulata Manuela o como Benito (que se creía autobús, o guagua, y corría a la par) nunca más fueron vistos.

Retomemos la vorágine. El itinerario desde Camagüey era el siguiente: Inmigración/Oficina de la Escoria-“Cuatro Ruedas”-“El Mosquito” y la correspondiente distribución en los barcos anclados en El Mariel. Por esos días -cosa que desconocíamos y supimos posteriormente-, un amigo que había sido llamado a cumplir el Servicio Militar (3 años, 2 si se hacía en Angola), había jurado como voluntario para las FAR para obtener un destino mejor; se le envió a El Mariel, y en su primer pase después de o casi coincidente con el declive de aquel terremoto, nos contó que el Gobierno había organizado un servicio de prostitutas -se supone que Cuba era “territorio libre de putas”, como de otras tantas cosas- para aliviar la espera de los patrones de las embarcaciones.

La contundencia de “la ira” declinaba. Ante el maquiavélico e insospechable giro que Fidel Castro le había impreso a aquella explosión popular de inconformismo, Carter se contradecía diariamente aprobando y prohibiendo la tan heterogénea oleada que llegaba hasta las costas de su país y de su Administración. Esta vorágine, no creo desacertado ni exagerado denominarla como una especie de Holocausto de pacotilla, dividido entre la incapacidad de creérselo, la obsesión por huir, la crueldad, la pachanga, la humillación, la muerte, y la salvación. Lo que se aprende en la infancia difícilmente se olvida, aunque se llegue a renegar de ello. Fidel fue educado por los jesuitas del Colegio de Belén, y, por muchas sentencias de muerte que haya firmado (al igual que Pinochet, Videla, Trujillo, Batista, Franco, Oliveira Salazar y cualquier otro dictador de los miles que ha habido y seguirán habiendo), guarda en sí el sentido de la culpa, del arrepentimiento, del castigo y del perdón, y si reparamos en ello nos daremos cuenta de que “nuestro Comandante en Jefe” nunca deja del todo que las cosas lleguen a su extremo, y el juego es juego, aunque sea de “roll”. De cualquier forma –y aparcando estas especulaciones casi freudianas-, la cifra de los que alcanzaron costas norteamericanas sobrepasó las 125.000 personas: ¡no está mal para un mes escaso! Hubo momentos en mis últimas visitas a La Oficina de la Escoria (llegamos, incluso, al absurdo de ir allí sin necesidad, como quien va a la Casa de Campo, o retrasa la marcha de su coche para fijarse en el accidente que acaba de ocurrir, o presencia un asalto y no interviene), después de declinar la propuesta de algún hombre para apuntarnos como pareja o lo que en Cuba se llamaba entonces “compromiso”; hubo esos instantes, repito, en que tuve la certeza de que si los dos gobiernos en conflicto no estuvieran dando seguros pasos para terminar con el éxodo; si los EE.UU., hubiesen sido capaces de sostenerlo durante un mes más, y Cuba, de aceptar el reto, la sacrosanta y amenazantemente eterna Revolución se hubiera ido a bolina, porque tal paralización laboral, social, y tal caos, habrían sido insostenibles durante otros 30 días, y o se habría venido abajo o el holocausto sí habría tomado otros matices peligrosamente más cercanos al judío -en definitiva, si nos llaman “los judíos de El Caribe”, ¿por qué no íbamos a tener también nuestro Shoa? También tuvimos “campos de concentración” cuando Valeriano Weyler, las UMAP de los años 60 y las “granjas de reeducación” del sublimizado argentino-.

Languidecía así el final de la conga. Cabe pensar que repararían también en el daño material que se estaba realizando a edificaciones que una vez idos los lúmpenes y antisociales, pasarían a manos del pueblo trabajador, de modo que las agresiones se orientaron más bien hacia una variante tropical de eso que ahora llamamos aquí “violencia de baja intensidad” con insultos, improperios, huevos (las gallinas de La Revolución seguían poniendo sin parar) y cartuchos llenos de mierda. Además, volviendo al principio de la introducción en que hago alusión a La Pachanga, las cosas llegaron al punto en que cuando los repudiantes llegaban a casa del repudiado, este salía y se unía al bailoteo y al final terminaban celebrando todos con cerveza. Esa es nuestra historia, compañeros: un movimiento de caderas. Dice Thomas Mann que “... la serenidad en medio de la desgracia, y la gracia en medio de la tortura, no son sólo resignación; son también actividad y encierran un triunfo positivo.” El recurso es hermoso y acertado, pero en el fondo hay algo que se me escapa... Quizá es también porque no nací en un país muy serio (lo que en realidad no sé si es suerte o desgracia) y la sublimación de la diversión (o eso que él llama “serenidad” y “gracia”) llega a veces a aburrir, como si nos obligaran el día entero a estar oyendo a todo volumen a la Orquesta Revé -dicho sea de paso, de habérseme aplicado tal tortura en la Seguridad del Estado, habría firmado que fui yo mismo quien guillotinó a María Antonieta, pero a veces El Poder es tan torpe que subvalora sus propias armas-.

Supongo que al menos medio mundo se habrá preguntado alguna vez por qué los cubanos no luchamos. Independientemente de que tal vez podamos ser cobardes, así sin más -característica muy humana-, hay para mí una diferencia aplastante entre regímenes totalitarios de distinta justificación. La derecha en la América luso-hispana (Pinochet, los militares argentinos; Batista y compañía en nuestro caso; pues ahora parece que la propiedad de ser víctimas de tortura física y desapariciones la ostentan tristemente esos dos países, cuando en realidad es una lamentable historia común a ese continente) es a la vez tan salvajemente diáfana y torpe que prioriza la brutalidad y esgrime el castigo físico y la muerte sin más para coaccionar su disidencia, sobre su ya escasa gama ideológica y su elemental poder de convencimiento, que lejos, muy lejos, de anular ideales, los enardece. Actúa como la Sanidad occidental: responde ante la fiebre, pero no desarrolla un programa de prevención. En cambio, en las llamadas “dictaduras de izquierda” –o en el lejano Este-, es justamente la prevención el primer paso: se alfabetiza a todo un pueblo (tarea encomiable, pero también inexacta: yo mismo, trabajando en la Presa Najasa, me encargaba, por órdenes superiores, de falsificar el nivel educacional de los trabajadores recién llegados) cuando se sabe de antemano que sólo va a existir un único órgano de prensa; desde el inicio se nos destruye la imagen de nuestra vida anterior y se nos hace sentir culpables de ella por ir en contra del pueblo (evidente trauma para los que pertenecemos a mi generación e inmediata inferior o superior, ya que La Revolución nos toma siendo niños de entre 6 y 10 años); y un sinfín de “sutilezas” que obvio por no ser verdaderamente el tema de este texto, pero que a grandes rasgos podrían resumirse todas en que, por una parte, casi todo lo que los Estados comunistas (no aludo a la oposición eurocomunista, ése es otra tema) argumentan en contra del capitalismo está bien documentado -independientemente de que sea más o menos rebatible-, y por otra, porque la sublimación de Las Ideas aprovechando todo espacio y tiempo (incluido el sueño) conduce, por simple saturación, a su más rotundo rechazo, lo que anula o debilita considerablemente la fuerza de vivir. De cualquier forma, dicha sutileza termina por fallar precisamente por su propia abstracción, mientras que en maneras de inadvertida represión y control, el capitalismo ha terminado venciendo al comunismo porque el aburguesamiento de la sociedad (siempre que se identifique “comodidad” con “aburguesamiento”, y viceversa, ya que es evidente que el concepto de lo burgués no es el mismo ahora que cuando La Revolución Francesa) es el método más eficaz hasta ahora diseñado para convertirla en un redil educado, indiferente con lo cercano y solidario con lo lejano, a la que no es necesario coaccionar porque ya el individuo, al acomodarse, se encarga de auto-controlarse.

No sé cuántos de ustedes han tenido la experiencia de presenciar un ciclón. Yo recuerdo nítidamente que cuando, en 1963, el Flora pasó y de golpe se interrumpieron las lluvias y el viento -como si Dios, hastiado de tanto malgastar el agua, hubiese cerrado violentamente el grifo de las nubes-, fui testigo de un espectáculo atmosférico maravilloso: la luminosidad, la limpieza del cielo, la pureza del aire y el silencio (aun cuando estuviesen hablando alrededor) eran de una grandiosidad que me dejó extasiado y como vacío. Aquellos “repudios” se interrumpieron tan de inmediato como se habían organizado, en parte especulo que quizás debido a que la misma Corte Revolucionaria ha(bía) creado su “élite” (sustituyendo poder económico por político) y toda clase que se considere superior genera su propia aristocracia y su escala de valores, y el populacho que también crearon asustaba y daba vergüenza, puede que incluso a ellos mismos. No hay en esta interrupción “grandiosidad”, pero sí hubo silencio. Un silencio estremecedor. Nadie hablaba de lo que unas horas antes habíamos pasado. Salíamos a las calles y estaban desiertas. Cuando nos encontrábamos algún conocido, nos preguntábamos al unísono: “¡¿Pero no te fuiste?!”, y comenzábamos a pronunciar nombres, nombres que hemos vuelto a ver corporeizados, nombres cuyas voces hemos vuelto a oír telefónicamente, nombres cuyas manos nos han escrito y también nombres que nunca jamás harán ninguna de las tres cosas que he nombrado porque partieron y no llegaron, o llegaron y se fueron, o se han quedado atrás, en esa Isla de Nunca Jamás.




Los antecedentes
(Lo desapercibido puede haber sido lo primero)


Durante el año 1977 irrumpió en nuestras vidas -esas mismas que “hoy no valen ni siquiera un poco”- la Brigada “Antonio Maceo”. Compuesta por personas (25-30 años) que a principios de los 60 habían formado parte de la operación “Peter Pan” (muchos padres enviaron sus hijos a EE.UU., antes que ellos con el propósito de “salvarlos”, encomendándolos a instituciones religiosas -algo similar a “los niños de la guerra” españoles, pero con distinto destino-), retomaron el interés por sus orígenes y quisieron comprobar, visitar o rememorar el país donde habían nacido. De la paulatina presentación se pasó a la total manipulación omnipresente de esa característica bastante común a los cubanos: la sensiblería, plasmado para la posteridad en un documental filmado por Jesús Díaz, en España hoy director de la revista “Encuentro de la Cultura Cubana”, y en aquellos días Presidente del núcleo de base del PCC en el ICAIC –si esta “mala” memoria mía no me traiciona-. El cortometraje logró su objetivo mayoritariamente (aún recuerdo que todos los amigos que fuimos juntos a verlo al cine Principal salimos llorando, dándonos cuenta que quizá lo mismo nos podría haber sucedido a nosotros y por tanto sintiéndonos teóricamente hermanados con los Peter Pans, o “Maceítos”, como se les llamaba patrióticamente, según debía corresponder). O sea, que los “maceítos” volvieron a ver a la gente que casi habían olvidado y que todavía no habían abandonado el país; recorrieron la isla; ¿cortaron caña?; dieron conferencias, charlas; se entrevistaron con Él; y propusieron o fomentaron o llegaron a intercambiarse propuestas entre El Olimpo y ellos sobre futuras conversaciones con algo que oficialmente se dio en llamar “personajes representativos de la Comunidad Cubana en el exterior”. Al regreso a Miami, uno de ellos fue asesinado por la contrarrevolución por el simple crimen de querer recuperar su origen. Ante todo esto, después de las lágrimas iniciales, nuestro total asombro y la entonces incontestable pregunta de qué quería decir aquello, por qué y hacia y hasta dónde conducía.

La representatividad de esa “Comunidad Cubana en el exterior” fue decidida, naturalmente, por el Gobierno cubano, y las futuras conversaciones se convirtieron en inminentes y meteóricas -y yo añadiría que casi pretéritas, por la rapidez con que se nos echó todo encima-. No se sabe hasta qué punto lo oficial era oficial, amañado, preparado, pero se me hace difícil admitir, por ejemplo, que alguien que no contara con el aval gubernamental pudiera abrir oficinas en el Hotel Habana Libre, como hizo uno de aquellos “representantes” creo que de apellido Campana, que durante El Mariel se encargó de “apañar previo pago” la salida del país, y que a nuestra llegada a Madrid en 82 residía aquí, después de que su vida hubiese sido amenazada en Miami -según se decía entre cubanos-, y era dueño de la cafetería “La Campana” al final de la calle de Atocha y de un pub de travestís, que por entonces empezaban tímidamente a iluminar con sus lentejuelas y su patetismo las noches madrileñas.

Cierto es que en la década de los 70, pocas personas en Cuba teníamos en proyecto real la salida del país, y creo que más bien un buen porcentaje de aquellos jóvenes estábamos inmersos en un proceso de resignada incorporación o de profunda abstracción ante lo inevitable: Cuba. Por eso quedamos tan sorprendidos cuando veloces conversaciones dieron paso a la autorización oficial -con el beneplácito norteamericano- de dar entrada a los cubanos que habían abandonado el país, previa aprobación del Gobierno cubano. Así, de la noche a la mañana los que habían sido, hasta pocas horas antes, “gusanos”, se convirtieron popularmente en “mariposas” (porque se fueron siendo repelentes apátridas y regresaron convertidos en atiborrados muestrarios de la sociedad de consumo), y los militantes de cualquier organización, que desde la radicalización de La Revolución tenían terminantemente prohibido mantener relación con familiares fuera del país, recibieron orden de acoger y agasajar a esos mismos padres, hermanos, etc., que pasaron a denominarse oficialmente “nuestros hermanos que residen en el extranjero”. Inevitablemente esto originó, lo que en el tono más liviano, podría llamarse “profunda confusión”; estupor; sorpresa; estupefacción; constatación de que “los gusanos” no habían muerto de hambre, lo cual, en un cierto plano superficial, demostró la falsedad de lo argumentado con respecto a la vida del exilio, hizo tangible ese mito y lo renovó a partir de su aproximación y la posibilidad a la vez de ser mitificado como exilado, añadiéndose a lo que ya habían contribuido a él los propios cubanos exilados obviando durante las dos décadas anteriores las particularidades nada placenteras que toda migración implica. Llevó la ostentación material al límite de la adoración y el endiosamiento, y las autoridades cubanas se encargaron descaradamente de manipular y explotar comercialmente los sentimientos de personas que habían partido y se habían quedado con la casi certeza de que nunca jamás volverían a verse. Se desencadenó una verdadera revolución de desidia, absentismo laboral, retorno a la adolescencia, conversación monotemática, seguimiento y acoso de los recién llegados, sublimación de lo material, interés desmedido, egoísmo incontrolado, hasta lograr sacar del ser humano lo más lamentable de su a veces oculto lado cretino: nos llevó al límite de la baba. De puertas para dentro, el patetismo de dos partes de un mismo pueblo que, debido a un devenir muy diferente, cada una había ido cambiando o acoplándose a sus propias circunstancias, cosa que en realidad los hacía prácticamente irreconciliables y este encuentro-desencuentro se trataba de suplir con el mayor exceso afectivo que pueda ser imaginado.

Como esto fue extendiéndose durante todo el 78 y 79, las aguas, aunque nunca volvieron a su sitio, sí terminaron por tornar a esa cierta indiferencia del río que fluye y nadie interrumpe su vida para dedicarse todo el día a contemplarlo. Esto, unido al indulto de los presos políticos de menor importancia (intentos de salidas ilegales, manifestaciones verbales antirrevolucionarias, etc.), hizo reavivar, como el rebrote virulento de una epidemia, el gusanillo por escapar del Paraíso cubano. Más que el recrudecimiento del rechazo popular a la Revolución y las tímidas apariciones de pintadas en su contra -la Policía y los distintos organismos afines eran lo suficientemente expertos como para controlar y aplacar sólo reforzando la represión-, el indulto de esos presos políticos propició una nueva vía de escape: el matrimonio con los indultados, en lo que, como es de suponer, intervinieron la buena voluntad, intereses económicos, chantajes sexuales y económicos, violaciones y otro largo etcétera, que continuaron contribuyendo a la paulatina desmoralización y el serio trastorno ético que padece actualmente Cuba. Considero mucho más difícil de haber reconducido -preocupación que reflejaron en su momento en sendos discursos tanto Fidel como Raúl Castro-, el deterioro al que había llegado el ámbito laboral: el absentismo, la indiferencia, una especie de “huelga a la japonesa” no premeditada, el pasotismo, trabajar lo menos, robar lo más (porque eso significaba reponer en parte lo que el Estado nos robaba) y que no son, en fin de cuentas, sino pobres manifestaciones de protesta ante la falta de libertad y perspectivas, no sólo materiales, sino de simple visión humana: “¿Qué va a ser mi vida dentro de 10 o 20 años?, ¿Por qué tengo que sacrificarme por las generaciones venideras? ¿Por qué no puedo vivir mi vida, aquí y ahora?, ¿Por qué no puedo tener el derecho a acertar o a equivocarme?, ¿Por qué obligatoriamente tengo que necesitar de un padre terrestre eterno, además del divino?”

En algún momento del año 78 anterior a Septiembre -y lo señalo porque entre esa fecha y la irrupción en la Embajada del Perú y el éxodo masivo por el puerto de El Mariel, media al menos año y medio-, un matrimonio de antiguos vecinos, “gusanos convertidos en mariposas”, va a visitar a su familia (que posteriormente sí logró salir íntegra por El Mariel) y comenta que “todo el mundo en Miami está preparado porque dicen que van a abrir un nuevo Camarioca”. (El “éxodo” de Camarioca, pequeño puerto cercano al hoy idílico paraíso turístico para extranjeros de Varadero, sucedió durante los años 60 y dio paso a la prohibición de permitir la salida a los varones de entre 15 y 27 años, con la justificación de que íbamos a servir de “carne de cañón” en la Guerra de Viet Nam.). Curiosamente, el 31 de Diciembre de 1979 a un amigo le comentan en una fiesta que el puerto de El Mariel va a convertirse en un segundo Camarioca. Otra vez, un rumor semejante: ¿sueño del subconsciente o plan lentamente premeditado? Y además, ¿por qué? ¿para qué? :

El 17 de Marzo de 1980 se podía leer en el Diario 16 un pequeño titular en su página 16: “Carter con más posibilidades que nunca”. El 25 de Abril , el corresponsal de ABC en Nueva York, lanzaba sus dudas: “La gran incógnita es Fidel. ¿Qué piensa, qué hace, qué se propone? .... ¿Quiere crear así problemas a la Administración Carter, preocupada por este asalto a Florida en un momento de recesión y paro? ¿Quiere deshacerse de los elementos más inquietos de su población? ¿Trata de solucionar sus problemas económicos, que le han hecho enviar cubanos a cortar árboles a Siberia (¿?)? ¿O simplemente ha sido desbordado por los acontecimientos?” La Administración Carter -a quien creo considerar, si no aparecen historias negras en el futuro, como uno de los presidentes norteamericanos más ingenuos- había dado ciertas señales de suavizar el embargo contra Cuba y mejorar las relaciones entre los dos países. En mi pobre opinión, es evidente que la persona menos interesada en que tal cosa se produzca es el propio Fidel Castro –están posteriormente, p.e., los pasos positivos dados por Clinton antes de que los Migs cubanos derribaran las avionetas de Hermanos del Rescate, que, por mucho que se justifique con la invasión del territorio aéreo cubano, se dice también que ya había sucedido antes y ¿por qué, pues, se derriban en ese preciso momento y no antes ni después?, lo cual hizo desencadenar la Ley Helms-Burton. Por otra parte, cuando finalmente no se aplica dicha ley y se siguen dando ligeros movimientos de reblandecer el embargo norteamericano, Fidel (que sigue siendo un hombre inteligente y con mucha suerte) aprovecha y utiliza el caso “Eliancito” hasta el punto de convertirse en una patética vieja de barrio que ya lo único que puede provocar es risa, mofa, e incluso lástima. El embargo norteamericano, además de mover mucho dinero soterrado -no en beneficio de nuestro pueblo-, es la única excusa para justificar el desastre político, económico, social y ético cubano, y el único asidero para que Fidel Castro pueda continuar en su doble posición de víctima y retador del país más poderoso del mundo.

Volviendo a 1980, sabido es que Carter, en cuya contra pesaba el fracaso del secuestro de los rehenes norteamericanos en Irán, la invasión de “los marielitos”, además de las crisis internas, perdió las elecciones (Fidel, en un discurso, manifestó: “Si yo tuviera que votar en las elecciones norteamericanas, votaría a Carter”, lo cual ya constituyó “el beso de la mujer araña”, el mismo que años antes le había dado a Salvador Allende), favoreciendo sin duda a Ronald Reagan, de quien se sabía, con toda seguridad, que endurecería el embargo comercial contra Cuba. O sea, de nuevo la víctima actualizaba su papel.



Los resultados
(La política de la Reina del Solar)


Dentro de Cuba, donde todo se “institucionaliza”, se dio paso a convertir los “actos de repudio” en un arma más para amedrentar y reprimir de forma sistemática, constituyéndose “Las Tropas Territoriales de Asalto” a nivel laboral, escolar y vecinal, que representaron un anticipo de las actualmente llamadas “Brigadas de Acción Rápida”, de cuyos veloces métodos coactivos pueden dar fe, en primer lugar, la poeta Mª Elena Cruz Valera, y muchos más. No sé hasta qué punto, en el interior de estas Brigadas y en el interior de sus miembros, siguen intercambiándose las distintas máscaras de esa pachanga horrible y denigrante: el oportunismo, el miedo a señalarse, el placer de administrar la fuerza, venganzas personales y venganzas que ni siquiera las son, junto a los que en realidad creen estar cumpliendo con su deber al golpear, arrastrar, apalear y llegar a la lapidación si fuera preciso a personas que ni conocen, deviniendo así en una GESTAPO populachera.

Los que entonces habíamos quedado sin vínculo laboral y persistíamos en abandonar el país, no se nos permitió trabajar más, lo que nos situaba en el status de “peligrosidad social”. Para obtener un trabajo de ínfimo nivel (p.e., peón en la construcción) era necesario renunciar a la salida y comenzar desde cero. En el caso de La Habana, se hizo seguimiento y hostigamiento de las personas que habían quedado sin trabajo. En Camagüey, según parece, no se aplicó la misma regla; desconozco las razones.

Otro aspecto que varió significativamente fue la conversión de las causas delictivas “políticas” en “comunes”. Antes de Abril del 80, un amplio abanico de hechos era considerado “político”, lo que podía generar una pena mayor y más severa. Después de estos sucesos, el concepto penal de muchos “delitos” derivó hacia lo “común” -un ejemplo de ello es que el intento frustrado de salida ilegal del país, de cuyos protagonistas las cárceles cubanas dieron nutrida cuenta, pasó a ser catalogado como “violación de las aguas jurisdiccionales”-. El número (ficticio) de “presos políticos” descendería notablemente.

Y tampoco es despreciable considerar como beneficioso el espacio habitacional que dejó la salida masiva y que aliviaría en algo el grave problema de la vivienda en Cuba, que ha hecho amontonarse en una sola casa los integrantes de tres y cuatro generaciones.

Pero el saldo más negativo de esta tragedia que nosotros mismos convertimos en pachanga por ese recurso de doble filo con el que escapamos del sufrimiento, pero también por el cual se nos toma menos en serio, fue el hecho de que por segunda vez (la primera serían los tiempos de “la ofensiva revolucionaria” de las ORI) y con mayor virulencia, nos permite ver y sentir el lado feo del cubano, abriendo en la sociedad otra herida más que cierra en falso y que, si quizás algún día alcanzamos un margen mayor de libertad, sólo el tiempo dirá cuál camino toma ese peligroso divertimento (el sentido del humor, la burla, el pasotismo, el minimizar lo trágico) del que tanto uso hacemos.

Fuera de Cuba, la llegada de “los marielitos” a los EE.UU., constituyó en un primer momento un revulsivo para la diáspora cubana afincada sobre todo en Miami, y evidentemente el énfasis de Fidel por intentar embarcar el mayor porcentaje posible de personas de baja catadura moral -por decirlo de alguna forma edulcorada- llevaba implícito el propósito de dividir y desprestigiar la sociedad (con todos los pros y contras incluidos) que habían levantado. En alguna parte he dicho –porque uno, con la edad, tiende a repetirse- que lo que diferencia y distancia cada década migratoria cubana es “la jaba” y el peso cada vez más gravoso de ese artilugio indispensable para el cubano de Cuba. Allí la vida se ha resumido a la lucha por la supervivencia, y a la alimenticia, añado todos sus otros aspectos (ya que no sólo de pan vive el hombre), incluida esa despiadada imposición de la perfección que todo totalitarismo persigue como meta final, no importa la justificación sobre la que se haya erigido. El rechazo inicial hacia “los marielitos” fue también el auto-rechazo del Exilio ante lo que podría haberles pasado a ellos de haber continuado en Cuba: fue un mirarse en el espejo y no querer ver el rostro. Pero, independientemente de esto, el éxodo de El Mariel introdujo en la diáspora un elemento de variedad, y esos dos rostros, en un principio tan disímiles, se han ido fundiendo y creo que han contribuido a que, dentro del fundido, se mantenga la diversidad (sería mejor pensar que en el fondo se ha mezclado, pero me reservo el margen de una razonable duda). Fidel Castro es capaz de acciones y reacciones tácticamente certeras, sorprendentes, inesperadas y tan insospechables que fácilmente pueden alterar el desarrollo de cualquier acontecimiento, pero ese mismo disparo en el centro de la diana, que debe ensordecerle con la algarabía de La Gloria, le impide percatarse que a la larga la bala puede volverse contra él.

Pero el triunfo más válido de El Mariel lo constituyó el traslado de la riqueza cultural cubana al exilio, lo que la devuelve, paradójica pero históricamente, al lugar más propicio para su procreación; y aunque defenestrada y postergada porque la visceral Utopía se resiste muy lógicamente a tomar en sus manos “la jaba” con la que nosotros andamos dentro y fuera de Cuba (ellos pueden escoger, a nosotros nos toca quedarnos con todo), sin ese empuje -largo empuje de nombres que apenas nadie nombra fuera de nuestras propias fronteras-, personajes que, independientemente de lo que valgan por sí mismos, no serían hoy lo que son ni estuvieran, en mayor parte, usurpando el lugar de esa menospreciada diáspora de excelentes creadores, sólo porque, una vez etiquetados es muy difícil deshacerse del código de barras que nos han colocado. Y por lo tanto, amargamente, esto reduce el éxito a la mitad, porque logros aparte, el oportunista siempre lo será y cuenta con un largo (“tan largo como el brazo de La Revolución”, diría un “oficioso”) “training” (en cubano: traine) en los subterfugios de la habilidad, hablan ahora de hermandad, encuentros y “espacios abiertos”, pero habría que preguntarles de qué lado del acto de repudio estaban en 1980.

Y en ese lugar intermedio, entre el dentro y fuera de Cuba, esos pobres muertos nuestros que ni salieron ni llegaron y que carecen de voz, de número, de justicia, de eco informativo y de interés para las atareadas organizaciones humanitarias, para las que, según sigue pareciendo, tal vez no nos merezcamos la vida porque el país de Fidel Castro nos quedó tan estrecho como en su momento a muchos españoles les pudo quedar pequeña la España de Franco. Eso fue algo que sucedió hace tiempo. Se ahogaron simplemente; sólo querían nadar, y la natación no tiene nada de heroico. También se nada en las piscinas de los polideportivos y hay hasta alguno que tiene la desgracia de ahogarse de vez en cuando.

Por lo demás, nada. Puede que el “grand finale” sea esperar a que La Reina del Solar entone el estribillo de La Pachanga en esos momentos últimos en que la voz va bajando hasta apagarse con la noche. Y lo que es más difícil, que podamos levantarnos al día siguiente y olvidar que ha pasado “algo” para intentar rehacer o continuar una vida donde se agolpa tanta cosa inútil.

Al resto, bueno, a veces pienso que lo peor de todo es que nos dejaron vivos. “Nuestro Hombre en La Habana” sabe que en este mundo que corre cada vez más deprisa, el tiempo no siempre pone las cosas en su lugar, y los muertos, de tierra, asesinados por una bala o una mano, aunque muertos, son más tangibles y tienen más voz que un pueblo que ha perdido su rumbo, porque se le ha anulado su capacidad de reaccionar. La vida, lo verdaderamente importante de la vida de una persona se circunscribe al entorno de su individualidad. La Historia y sus personajes no son más que el telón de fondo, algo que corre y va cambiando según va el hombre andando hacia su muerte, pero cuando esos meros accidentes históricos que dentro de cincuenta años serán sólo apuntes de estudiantes, cuando esa escenografía desplaza el poco o mucho talento del actor, y lo colectivo ocupa el lugar de esas minúsculas partículas de cosas sin otra trascendencia que la de vivir cada individuo su propia singularidad, entonces ese hombre ha vivido en vano. Y hay que reconocer que, por mucho que escribamos, por mucho que intentemos explicar las reglas del juego, la Revolución nos ha ganado: hemos vivido y, por lejos que estemos, no dejamos de vivir, ni por muchas veces que muera Fidel Castro, dejaremos de vivir la vida que El nos ha diseñado: ha sacrificado nuestro presente por un futuro que no existe.


(Madrid, 15 de Abril del 2000)
TESTIMONIO 1

ENTREVISTA REALIZADA A OSCAR LEON MORELL,
ASILADO EN LA EMBAJADA DE PERU EN LA HABANA



P: ¿Cuándo entraste a la embajada?
OLM: Al segundo día de que Fidel retirara la escolta: el sábado 5 de Abril, sobre las 10 de la noche.
P: ¿Cómo? ¿Existió ayuda de los que ya estaban dentro? ¿O de los mismos que estaban fuera?
OLM: Tomé un autobús que bajaba por la calle Línea, y el chofer llegó hasta un límite donde la policía desviaba el tráfico. Allí nos bajamos todos y yo, junto con un amigo, nos unimos al resto de las personas que iban hacia la Embajada, que estaba rodeada por curiosos o por indecisos. Mi amigo saltó la verja y yo fui cargado y lanzado por unos desconocidos hacia la parte de adentro. Pero, tanto fuera como ya dentro, lo que imperaba era el miedo y la incertidumbre, y era general la duda de sentirnos a salvo y de que el Gobierno fuera a respetar leyes internacionales y cosas parecidas.
P: Durante tu estancia allí, ¿se produjeron entradas masivas (camiones, autobuses, coches)?
OLM: No recuerdo. De lo que sí me acuerdo es que a cada rato se oían avisos de la gente, de los asilados, sobre algún “infiltrado” (supongo que serían personas que otros identificaban como más afiliadas a La Revolución, que habían hecho daño a alguien, o que tenían fama de chivato.) Al identificarlos, los acorralaban, y por lo general eran golpeados, cargados y tirados hacia fuera.
Esa primera noche -no pude saber por qué-, la policía disparó hacia el interior hiriendo a varias personas que fueron trasladadas a hospitales, o al menos sacados de allí, y se decía que atendidos y devueltos a la embajada. Imagino que lo supervisaría alguna autoridad peruana.
P: ¿Cómo fue el comportamiento de los diplomáticos peruanos
OLM: Justamente eso: “diplomático”.Cuando te entrevistaban, habían diálogos amenos para intentar convencerte de que renunciaras al intento, y cuando mantenías tu propósito de no hacerlo, la conversación solía terminar. Pero en general, la actitud de ellos fue lo más correcta y humanitaria, dentro de lo poco que podían hacer. No supe nunca de que entregaran a nadie al Gobierno cubano; de hecho, la retirada de la custodia se justifica por eso.
P: Los que habían accedido al recinto edificado, ¿lo hicieron por simple imposición de unos contra otros, o hubo algún tipo de protección de los peruanos hacia asilados específicos (se dice que hubo militares de alta graduación, funcionarios importantes del Estado...)?
OLM: Que yo sepa, dentro de los edificios estaban los que iniciaron la irrupción (o sea, los que se metieron con la guagua), que eran los que reclamaba el Gobierno cubano, y además mujeres, niños y las personas en situación física más precaria. Si había oficiales del Gobierno de alguna importancia lo desconozco, eran cosas que se rumoreaban de pronto pero que tampoco nos importaba mucho: ya cada cual tenía bastante con lo suyo para interesarse por si entraba un pez gordo o uno chiquito, y además, a no ser que el pez fuera muy gordo, la gente no se daba cuenta.
P: ¿Existió alguna posibilidad de organización por parte de los asilados o se impuso la ley del más fuerte? ¿Controló la crápula los espacios y turnos para dormir? ¿Lo intentaron las autoridades peruanas? ¿Lo impidieron las cubanas?
OLM: A mí y al pequeño grupo donde estaba no llegó ninguna certeza de tal organización: imperaba la ley del más fuerte, o de los delincuentes, pero tampoco llegaban a mucho porque la gente se agrupaba para protegerse entre sí y cuidar el espacio de la persona que tuviera que ir a hacer sus necesidades, porque tenías que desplazarte hacia los lugares más resguardados de los jardines que de forma espontánea se fueron destinando para eso.
Los peruanos no pudieron encargarse de organizar ninguna medida de este tipo simplemente porque eran cuatro gatos, les rebasaba todo y no tenían ayuda de nadie.
P: ¿Las autoridades peruanas intentaron ayudar en el abastecimiento de los asilados? ¿Fue impedido o boicoteado por las autoridades cubanas? ¿Sabes si se intentó viabilizar ordenadamente, entregándosela a las autoridades peruanas?, o, como se veía en los telediarios, ¿era lanzada por encima de las verjas dentro del recinto?
El agua, mucho más importante, ¿cómo podía el asilado abastecerse?
Como se ha afirmado sobre lo sucedido, ¿fuiste testigo o supiste con certeza que parte de las personas que participaban en la entrega de comestibles por parte cubana, también se quedan dentro de la embajada, o lo intentaba, o era apresada?
OLM: Los peruanos no tenían medios y mucho menos en un país en el que todo tiene que pasar por ellos. Que yo supiera, la comida que dio el Gobierno cubano eran cuatro cajitas que lanzaron por encima de la verja y yo creo que lo hacían más por ver cómo la gente casi se mataba por cogerlas. (1)
El agua la bebíamos de un grifo que había en una parte del jardín. Yo recuerdo como si únicamente hubiera un solo grifo –por lo menos en la parte delantera, que es donde yo estuve siempre; nunca pasé del lado de allá de los edificios por la cantidad de gente que había y porque podías perder tu puesto, y eso podía dar paso a que los delincuentes provocaran alguna bronca con los que se habían quedado cuidándolo: o sea, era peligroso, por esto, y porque tampoco sabías lo que podía pasarte en el trayecto, si tropezabas o pisaba a alguien, si pisabas sin querer, date cuenta que la tensión era tan intensa como el mismo cansancio.
Sobre si alguno de los que llevaba comida se quedó o no, la verdad es que no lo sé.
P: ¿Estuviste alguna vez cerca de las verjas? ¿Era esta una posición privilegiada para alcanzar comida? ¿Era peligrosa porque podías ser agredido desde fuera?
OLM: Según me consta a mí -no sé si a los demás porque la aglomeración te impedía ver mucho más allá de donde estuvieras-, sólo llevaron comida una vez, y sentí peligrar mi vida cuando intenté alcanzar una de las cajitas. De alguna parte vino un golpe y la comida voló.
Sobre si era peligroso estar cerca de la verja... bueno, todos trataban de mantenerse a una distancia, más por la posibilidad de ser agredido desde fuera que de ser sacado a la fuerza. Pero de ninguna de las dos cosas yo tengo constancia.
P: ¿Se impuso algún tipo de mafia que controlara la subsistencia dentro del recinto edificado y los jardines? ¿Mediaba dinero? ¿Mediaban favores sexuales?
OLM: Bueno, entiende que la gente no estaba paseando por los jardines, así que en un lado podía suceder lo contrario que en otro. Los más fuertes no pudieron controlar ningún abastecimiento porque simplemente no lo hubo, y el agua salía del grifo, algunas veces tenías que hacer cola, pero cuando llegabas a la llave, te agachabas y bebías. Puede que sucediera lo que dices, pero puede también que no; yo no lo sé porque tampoco tenías deseos de estar entablando conversaciones y todos teníamos mucho miedo, mucho cansancio y una total incertidumbre porque seguíamos sin saber lo que podía pasarnos. Formábamos grupo con algún conocido y con los que te quedaban al lado y así cuidábamos un espacio común: sólo caminábamos más cuando íbamos a tomar agua y hacer alguna necesidad. Y no, no te podías limpiar: ¿con qué?
P: ¿Cuándo comenzaron a agruparse las hordas fuera de la Embajada para insultar y apalear?
OLM: Como a la semana, cuando los militares cercaron la Embajada con mesas y sillas, que primero no sabíamos para lo que eran. También montaron como unos “puntos de atención sanitaria”, donde te tomaban la presión, pero la gente iba más porque daban un vaso de agua con azúcar por persona.
P: ¿Cuántos días después de tu entrada -si puedes recordar- comenzó a anunciarse la posibilidad del acuerdo de los salvoconductos? ¿Cómo fue recibido por los asilados?
OLM: Me parece que como al octavo día (yo no tengo muy claro los momentos exactos, tanto porque estábamos como en una nube, por el hambre, por el miedo, por el hacinamiento, por la peste, por todo, como por el mismo tiempo que ha pasado desde entonces) y fue desde afuera, la Policía, los que lo dijeron. Las autoridades peruanas ni confirmaban ni negaban nada.
P: ¿Por qué te arriesgaste a salir y aceptar el salvoconducto?
OLM: Porque al tercer día de estar oyendo aquello, tenías que tomar una determinación: no te ibas a pasar lo que te quedaba de vida dentro de la embajada peruana.
P: ¿Presenciaste casos de ajuste de cuenta entre los asilados? ¿Peleas por comida, agua, espacios, chantajes, extorsiones, violaciones o intentos?
OLM: Lo de los “infiltrados” que he dicho antes. Por lo demás, broncas por ocupar espacios. Y nadie defendió a nadie.
P: ¿Cuánto tiempo recuerdas haber pasado sin comer y sin dormir?
OLM: Todo el tiempo que estuve allí: como diez días. Dormir..., algunas cabezadas entre Guillermo y yo, apoyados uno contra otro. Había gente que dormía de pie, como los caballos.
P: ¿Fuiste golpeado por las hordas paramilitares agrupadas alrededor de la Embajada? ¿Hasta donde se extendía el dominio de estas hordas? ¿Cómo pudiste llegar desde allí hasta tu casa?
OLM: “Las hordas paramilitares...” ¡qué gracia! No: ladraban, pero no mordían. Sobre todo porque todo estaba muy bien organizado. Eso sí me sorprendió mucho: la capacidad del Gobierno para montarlo todo, recogías el salvoconducto, subías a un autobús casi corriendo y ese autobús te sacaba de esa zona hasta un poco más allá en el mismo Miramar: era cuestión de minutos. Luego cogí una guagua y llegué a mi casa. No me pasó nada.
P: Mientras esperabas a que te llamaran para el visado, ¿fuisteis víctimas de actos de repudio?
¿Qué consecuencias trajo tu participación en la invasión de la Embajada para tu familia?
OLM: Bueno, uno salía con el salvoconducto nada más, pero nadie te aseguraba que te fueran a llamar de ninguna parte. En aquel momento no te decían que estuvieras en lista alguna. Es decir, que seguías sin saber qué iba a pasar. Yo visité las embajadas de Canadá y Australia solicitando visado, pero te decían que eso era problema de gobiernos y que ellos no podían hacer nada.
Pero el tiempo que permanecí en casa hasta que salí tuve suerte y no viví ningún acto de repudio, salvo insultos esporádicos de algunos vecinos. El resto lo sabes mejor tú que yo. (El entrevistado vivía con su padre y dos hermanos. Ninguno de ellos hizo ninguna gestión inmediata posterior por irse, pero en los trabajos de ambos conocieron que el hermano se había asilado en la embajada peruana, y por ello fueron expulsados. Posterior a la salida del entrevistado, recibieron un sonado “acto de repudio” en su domicilio. A su hermano se le sometió a una especie de seguimiento policial en que le exigían trabajar pero no le daban trabajo -tan incongruente como aquí con la residencia, el permiso de trabajo y el contrato de trabajo-; pudo lograr un puesto de basurero por algún tiempo. Su hermana no padeció –que yo recuerde- este tipo de hostigamiento porque en Cuba la mujer no está obligada a trabajar. Ninguno de los tres salió por El Mariel. Varios años después fueron emigrando a través de España.)
P: Formaste parte del reducido grupo escogido por España. ¿Cuándo se te citó a tramitar el visado?
OLM: Más o menos, una semana después de estar en casa con el salvoconducto.
P: ¿Cómo fue el recibimiento en España, tanto oficial como por parte del pueblo? ¿Qué tipo de ayudas os dieron y por cuánto tiempo?
OLM: Yo vine en el segundo vuelo, que llegó el día 24, y fuimos recibidos por parte de la colonia cubana y por un grupo de españoles que portaban pancartas que decían..., recuerdo una que me hizo mucha gracia porque decía “¡Chorizos a Miami!” y claro, los chorizos en Cuba, aunque habían dejado de existir con La Revolución, eran chorizos de comer; yo me di cuenta de que no era un elogio, pero tampoco entendía lo que querían decir hasta que después nos enteramos.
La ayuda económica fue canalizada a través de la Cruz Roja y consistió en pagarnos pensión y comida durante siete meses. Fue interrumpida sin previo aviso, y el dueño del hostal, muy apenado, nos dijo que no nos urgía pero que teníamos que ir pensando en marcharnos porque le habían suspendido el pago. Posteriormente, el ACNUR nos facilitó 100.000 Ptas., para que intentáramos encausarnos.
P: ¿Perdonas los insultos, improperios, pedradas, todo el miedo de aquellos días?
OLM: Sí, porque, en primera, sé que otros miedos son capaces de provocar que la gente haga cualquier cosa. Y en segunda, porque si me hubiese quedado con tanto odio dentro no habría podido estar hoy aquí, frente a ti, contestándote todo esto, no muy tranquilamente, es cierto, porque recordar te revuelve mucho, pero tampoco sin dejar que mi vida se haya detenido por eso. Si no, para qué me fui.



(Madrid, 20 de Abril del 2000)








TESTIMONIO 2

PARA LLEGAR A MARIEL - por Luis de la Paz©





Llegar a Cuatro Ruedas


El éxodo del Mariel fue un buen pretexto para que Fidel Castro vaciara las cárceles de delincuentes comunes, los hospitales psiquiátricos de enfermos, y las ciudades de todo aquel elemento que le estorbaba. El ciudadano común, trabajador y sin antecedentes policíacos, que deseaba marcharse de la isla, tenía que ingeniársela para convertirse en un “elemento antisocial”, de lo contrario no podía solicitar la salida.

Para procesar a esos candidatos, se habilitó un terreno cercado y fuertemente protegido frente al centro nocturno Alí Bar. El lugar se conocía como Cuatro Ruedas. Allí solo podía llegar aquel que hubiera estado preso, y que pudiera probar con una carta de libertad, antecedentes penales, o un documento firmado por el CDR, que el portador era considerado un antisocial.

Como el número de solicitantes crecía de una manera desproporcionada -se calculaba que en una primera fase más de tres millones de cubanos estaban dispuestos a irse, es decir, de esa manera se entendía que prácticamente la mitad de la población estaba compuesta oficialmente por delincuentes-, y Cuatro Ruedas no daba abasto, se abrió otro lugar, éste en la calle Carvajal, esquina a Buenos Aires, en la barriada del Cerro. Allí, sobre una colina, debían llegar los interesados, que no tenían otra opción que pasar primero por un cordón de personas enardecidas, que gritando insultos, lanzando piedras y huevos golpeaban a su paso a los que intentaban llegar a la oficina para declararse escoria de la sociedad cubana, que deseaban de todo corazón, y sobre todo con urgencia, marcharse a la madriguera imperialista.





Llegar a Carvajal y Buenos Aires

El sitio parecía improvisado, por los largos tablones sostenidos sobre soportes de madera, pero todo partía de un orden básico establecido: interrogatorios, huellas, fotos, documentos, puerta de salida. Lo más difícil era tener acceso a la oficina, una vez dentro era señal de que ya se tenía en el bolsillo algún tipo de documento donde alguien testificaba lo terriblemente antisocial y despreciable que resultaba el portador para el país. Para conseguir una de esas cartas de delincuente había que sobornar a los funcionarios, no con dinero, naturalmente, en esa época en Cuba el dinero no tenía valor, pues no había nada que comprar, sino con una plancha, un radio, o un par de zapatos de uso.

Por el número de personas allí reunidas, se podía pensar que no se saldría en varios días esperando el momento de la entrevista. El ambiente resultaba tenso, algo identificaba a la mayoría, y era el miedo, las miradas recelosas, el murmullo incesante. Sin embargo resultaba absurdo, pues para encontrarse en ese sitio había que haber dado el paso más radical y definitivo, pero el temor como parte de la conducta del cubano es algo demasiado integrado a su vida, y resultaba muy difícil escapar de él. Y yo, que allí temblaba de pavor, ocultándome tras unos soportes de madera, lo podía comprender, y sentir, con claridad.
El interrogador me miraba con odio y una dosis de envidia contenida. El hecho de estar yo allí, frente a él, me hacía diferente. Yo había sido capaz de dar un paso que me alejaba del control que supuestamente se ejerce sobre todo ciudadano. Mi presencia era una muestra de rebeldía, de disidencia, de inconformidad, de independencia, y en el fondo de su ser eso parecía desconcertarlo, y por eso me miraba con odio y antipatía. Pidió la carta que llevaba, detenidamente la leyó, tomando más tiempo del que un par de párrafos generalmente requiere. Con una letra redondeada comenzó a llenar papeles.

A mis lados se repetía la misma situación. El documento del de la izquierda decía que había robado. El funcionario le pidió detalle del hurto, exigiéndole los pormenores de lo que se robó, los cómplices, y las cantidades sustraídas. Al principio el hombre de unos 45 años, tal vez por temor a males mayores en caso de no poderse marchar del país, intentó minimizar el robo, alegando que sólo se llevó un par de botellas de ron, o un cartón de cigarros, pero tan pronto el interrogador le dijo que el robo era insuficiente para aprobarle la salida, cambió el testimonio de inmediato, y de un par de botellas de bebida pasó a varias cajas, y de un cartón de cigarros, a llevarse toda la existencia en el almacén.

A mi derecha otro hombre, alegaba ser homosexual, y aunque parecía no serlo, el interrogador demandaba detalles de su pareja, preguntando quién era el “activo” y el “pasivo”, si le dolía cuando lo penetraban, y las dimensiones del pene que más le gustaba. El hombre proporcionaba todos los detalles requeridos con una asombrosa dignidad, una sonrisa en los labios y mirando fijo a los ojos del funcionario, que nunca se atrevió a sostenerle la mirada.

La carta que yo había conseguido a cambio de un radio de baterías, era precisa al decir que era un homosexual que buscaba mis víctimas en los baños públicos, lo que automáticamente me excluía de pareja fina y todas las demás preguntas que pudieran surgir. El funcionario la leyó lentamente y se puso a hacer anotaciones. Luego me mandó a tomarme la foto para el pasaporte que nunca recibí.

Una vez pasado satisfactoriamente todos el proceso, se recibía una tarjeta color sepia con la palabra antisocial y un número. Todo el mundo, sin importar la edad, llevaba el encabezamiento de antisocial en su tarjeta. El hijo de 3 años de un amigo tenía también su rótulo de antisocial y su número. Con la ficha en la mano, me fui a la casa a esperar la citación de salida. Eso podía tardar horas, días, semanas... algunos nunca la recibieron y aún permanecen en Cuba.





Llegar al Mosquito


La citación de salida llegaba en motocicleta, en manos de oficiales de Ministerio de Interior. Cada vez que escuchaba el ruido de un motor me sobresaltaba y de inmediato pensaba que venían por mí. Un anochecer escuché gritar aspaventosamente mi nombre. La citación había llegado y sentí miedo, sentí deseos de llorar. A toda prisa salí para Carvajal y Buenos Aires, de donde se partiría hacia la playa del Mosquito.

Fuera de mi casa una multitud se agolpó de pronto para hacerme un acto de repudio. En unos minutos los insultos y los gritos de maricón, escoria, no te queremos, que se vayan los vagos, las calles son para los revolucionarios, inundaron el vecindario. Mis vecinos de toda la vida, mis compañeros de escuela, los amigos me injuriaban, pero yo los comprendía. Sus trabajos dependían de sus gritos, y los estudios de sus hijos estaban en función de la intensidad de su agresión, en algunos casos simuladas.

Antes de abrir la puerta de la calle besé a mis padres, les rogué que no se movieran de donde estaban y salí al portal. La algarabía alcanzó su clímax al verme, un par de piedras pegaron en la puerta. Vi a mi madre observándome por una hendija de la ventana.

Los que me hacían el acto de repudio esperaban ansiosos a que pasara frente a ellos, pero no lo hice. Como de niño, salté a un muro, de ese a otro, luego me agarré a un gajo, y me dejé caer con la misma ligereza de antes, y comencé a correr por el pasillo donde vivían algunos de los vecinos vociferantes. Al llegar al final trepé de un salto hacia una cerca de hierro -antes cabía entre sus barrotes, ya no-, hice equilibrio por un estrecho muro, crucé un terreno vacío, donde había transcurrido literalmente gran parte de mi infancia, me enfilé por otro pasillo, y así escapé triunfante del acto de repudio.

El viaje se hizo en una pequeña guagua Fiat con 35 pasajeros, donde era obligatorio estar en silencio. Una mujer sollozó a mi lado y el custodio amenazó con apearla inmediatamente. La señora no dejó de llorar. Sentí pena por ella, y por mí, que mientras atravesaba La Habana presentía que lo estaba haciendo por última vez. Sentí también deseos de llorar, pero por razones diferentes a la mujer, que en un susurro me había dicho que no la dejaban llevarse a su hija. Para mí la libertad que estaba a punto de alcanzar, por la que había luchado muchísimo, era un triunfo parcial, porque me iba dejando atrás el amor, la familia, la vida, y una ciudad, La Habana, que a pesar de estar cayéndose a pedazos, con todas su miseria y su desolación, amo profundamente, y que quizás, en condiciones normales, jamás hubiera dejado.

De la oscura carretera se entró en un terraplén humedecido por una lluvia reciente. Era el Mosquito. Nos llevaron hacia una mesa donde había que llenar una tarjeta de embarque que decía “Capitanía del Puerto de La Habana”, y abajo en otra línea, “pasaje a bordo”. Para mi asombro había centenares de lápices y plumas, pero luego entendí la razón: quien llegara allí con un bolígrafo tenía que dejarlo.

Con la tarjeta blanca en la mano se pasaba a un salón donde una mujer con uniforme de la aduana ordenaba que se vaciaran todos los bolsillos. El papel moneda era requisado y lo echaban en una caja de cartón; lo mismo hacían con las monedas. Los llaveros, carteras, identificaciones, con todo se quedaban ellos. A la derecha de la “aduana” había un hombre que con un detector de metales y metiendo las manos en los bolsillos registraba a las personas. Mi temor era que me encontraran la lista con los teléfonos de mis familiares en Miami. Me la encontraron y me la confiscaron, pero yo tenía otra escondida en el zapato.

El terreno daba al mar, pero no se veían barcos, ni luces de barcos. Algunos rostros mostraban el agotamiento, la fatiga. Entré en una tienda de campaña enorme, como si se tratara de una carpa de circo, pero de color verde olivo. Allí escribí mi nombre en una lista y caminé despacio hacia los arrecifes. Me senté a ver el comportamiento de la gente. Más tarde comencé a caminar por entre las tiendas.

Había en total 36 casa de campaña, con literas de tres pisos. Calculé 260 personas por carpa, un total general de 9.000 personas. El área estaba llena de guardias armados con AKM, pero ellos fundamentalmente custodiaban dos secciones grandes donde estaban, en una, los presos comunes que llegaban directamente de las prisiones, y en la otra, algo más pequeña, los presos políticos, también traídos de las cárceles. Continuamente varios guardias con perros caminaban por el perímetro cercado y sin razón aparente le azuzaban los perros hacia las personas, que huían despavoridas.

Como mi nombre estaba en la lista 14 e iban por la 5, me las agencié para montarme a empujones en una guagua que partía hacia El Mariel, el último paso antes de subir al barco.




Llegar al Mariel


La multitud se agolpaba frente a la puerta del ómnibus. El teniente, que desde el estribo llamaba por las listas, comenzó a lanzar patadas con sus botas rusas, y gritó que de allí se iría quien le saliera de los cojones a él. En ese momento miró a una mujer que estaba a mi lado, le preguntó si estaba sola, pero ella le respondió que eran 5. Yo levanté mi mano, la agité en el aire y le grité que estaba solo, entonces tras patear en la frente a un hombre joven que cayó al suelo, el teniente me seleccionó a mí. Sin pensarlo dos veces me abrí paso y entré a la guagua.

Caminé hasta el fondo, pero no había asiento para mí. El teniente gritó de nuevo, que si no había asiento me quedaba para la próxima guagua. Miré a mi alrededor aterrorizado, y le dije a un muchacho que me diera un lado. Este me abrió un espacio, el que estaba junto a la ventanilla bajó la cabeza, y el teniente, después de contar las cabezas, dio la orden de partir. En ese momento sentí una calma infinita, y una gratitud total por el muchacho que me había permitido sentarme.

El viaje entre El Mosquito y el embarcadero del Mariel era corto, tal vez un par de kilómetros. La guagua entró por un portón custodiado por soldados armados. Al apearnos nos pusieron en fila, contaron de nuevo, habían 4 filas largas, que se perdían en la oscuridad. Alguien dio la orden de subir al barco, yo pasé en la segunda fila, busqué un espacio en el enorme camaronero que me llevaría a Cayo Hueso, que me sacaría de Cuba y me depositaría en los Estados Unidos.

Las aguas del Estrecho de la Florida bamboleaban el barco que a duras penas se abría paso en el mar. Los vómitos inundaban la embarcación, y bañaban los rostros ajenos, los gritos y los llantos sepultaban el silencio del mar. La larga noche dio paso a un día lindo, pero de aguas turbulentas. De repente se acercó un guardacostas americano, pero desapareció a los pocos minutos, horas después una avioneta sobrevoló el barco y también se esfumó, la travesía continuaba.

Cerca de las 2:25 de la tarde del 29 de Mayo de 1980, las aguas se calmaron, el barco se acercó al muelle, y creí en ese momento ser por primera vez un hombre libre, y eso gracias a la tripulación del barco camaronero Krant & Kacker.

Sobre un edificio un cartel azul escrito a mano decía:

“El último que salga de Cuba, que apague El Morro”.



(Miami, 23 de Abril de 2000)

TESTIMONIO 3

MENTAL HEALTH CLINIC - por Rolando H. Morelli©


Transcurría el mes de mayo del año ochenta. Y pasaba (a nuestras espaldas, o en algún otro lugar) nada menos que la vida -se nos fugaba casi sin que tuviéramos conciencia del hecho- entre apremiantes “tareas productivas” que nunca lo eran; y “sábados y domingos rojos” candentes, o “jornadas productivas”; “siembras de pangola”; “cortes de caña”; “guardias de milicia” y demandas constantes para “donar” nuestro “trabajo voluntario”, nuestras horas de sueño o de descanso. Tal era la vida. ¡La no-vida, mejor dicho, pero entonces cómo podíamos saberlo! Al menos, ésa era la vidita que yo padecía, y a la única que aquí podría referirme no sin un espantado balbuceo. A tantas exigencias nos sometíamos irremediablemente, pero a veces también conseguíamos sacarles el cuerpo para una escapada a un lugar como La Habana, que aún era entonces una especie de oasis único en el país. Vista a la distancia, la vida era entonces de una consistencia de horchata, tibia e insípida, a la que nosotros nos empecinábamos en extraerle alguna dulzura inspiradora. Nosotros, éramos cual moscas atrapadas en un vaso, sobrenadando aquella superficie cuya presunta blancura no debíamos macular con nuestro contacto, a menos que antes nos transformáramos, mediante una metamorfosis milagrosa, en moscas albinas: esto es, aptas para integrarnos al caldo de cultivo de la pureza revolucionaria. Ello, claro, no dependía enteramente de uno pues integrarse al Proceso exigía someternos antes a un proceso de selección y análisis de contenido político, ideológico, social y sexual que ofreciera el aval del CDR, la FEEM, la UJC, el Partido y las llamadas organizaciones de masa. Y sólo mediante el proceso que dictaminaba la muerte del hombre viejo en nosotros antes de cuajar, se accedía a la condición de hombre nuevo revolucionario y marxista. El proceso daba así vida, o lo que aquello pudiera ser, al Proceso, o lo que era lo mismo: La Revolución. (Un círculo vicioso-viscoso.) Se estaba integrado al Proceso o se estaba contra él a los ojos del Partido (la apatía era una especie de cancro enquistado, no siempre salvador), pero tampoco incorporarse era posible sin pasar por el proceso de análisis y selección. La simulación, practicada a todos los niveles, exigía que fuéramos convincentes, constantes, y que nos ensuciáramos manos y conciencias antes de “ser sometidos al proceso” y aceptados en el círculo de los elegidos. Serlo era crucial puesto que representaba la diferencia entre la marginación a todos los niveles y muy posiblemente la cárcel, de una parte, y la posibilidad de estudiar una carrera, acceder a un empleo “decente” y bien remunerado; contar con la aptitud de tener alguna vez en premio a X o Y, y probabilidades semejantes, por la otra. Si el hombre viejo se obstinaba en no ceder su lugar, o si algún fallo de la genética indicaba que faltaba el “cromosoma revolucionario”, el proceso dictaminaba lo que debía hacerse con aquellas larvas despreciables. Pero, en ningún caso, ni bajo ninguna circunstancia dejar de remachar que se vivía bajo la denominada “dictadura del proletariado”, y eso sólo gracias a “la generosidad de la Revolución” que, a pesar de la condición de “lacra” apestada, les perdonaba la no-vida a aquellos a quienes incluso honraba con su desprecio. Las consignas de aquella hora largamente detenida en su propio tiempo sin tiempo eran casi todas, una proclama a la vez que una advertencia. “El futuro pertenece por entero al Socialismo”; “El Partido es inmortal”; “Comandante en Jefe, para lo que sea, donde sea, y como sea, ¡Ordene!”; “Si avanzo, sígueme; si retrocedo, mátame”; “Ante las dificultades, ni quejas ni lamentaciones: ¡Trabajo!”. ¡Tal las cosas en ese mes de mayor del año 80! Y de repente -en realidad también constituyó un proceso, sólo que para las moscas representó el azoro del aire fresco irrumpiendo en el vaso momentáneamente- toda esta atmósfera de horchata tibia se crispó. Algo fuera de lugar, o más bien, algo que sacó definitivamente de sus estancos la vida del país, tuvo lugar. Los hechos ocurrieron lejos, en la capital, pero las sacudidas alcanzaron de un extremo a otro de la república. Al interior del país -es como si se tratara de dos países en uno- las noticias de lo que ocurre en la capital llegan con retraso. El provinciano desarrolla tal vez por ello un tercer oído ubicuo y siempre alerta. Y si, además de vivirse en la provincia, se vive en un pueblo -o entre el pueblo y la ciudad-, uno puede llegar a desarrollar una percepción epidérmica casi como de radar. Yo vivía entonces entre Camagüey y Vertientes. En los momentos de ocurrir los hechos de la Embajada del Perú en La Habana, enseñaba español y otras materias relacionadas en el ISE, a la vez que fungía de Jefe de Departamento de dicha cátedra. Era bien considerado entre mis estudiantes. Ostentaba -creo que podría decirse- un lugar de prestigio al ser maestro de otros que también eran maestros de escuelas primarias y secundarias. Estos profesionales debían recibir sus títulos correspondientes en el Instituto donde yo impartía clases (el Instituto sería sucesivamente, el IPE, y se fundiría, antes de desaparecer como entidad autónoma, con el IPS, extensión de la Universidad de Camagüey). A causa de este vínculo, y en parte gracias a él, yo había conseguido matricular una carrera -la de pedagogía, naturalmente- en la mencionada universidad. En esta Facultad cursaba el cuarto año, a la vez que impartía algún seminario o cursillo coordinado entre mi Instituto y el Pedagógico, cuando tuvieron lugar los hechos de la Embajada del Perú y, un poco después, la apertura del puerto del Mariel.

El primer acto de repudio que presencié ocurrió en la ciudad de Camagüey. Me hallaba en la oficina central de correos, que está situada en los aledaños de la llamada “Plaza de los Trabajadores”. Primero, a la distancia, se oyeron voces de niños que entonaban algún “chía” revolucionario. Se trataba de una o más escuelas a las que guiaban sus maestros en una especie de procesión infernal. Pronto se distinguieron las voces y los cantos. El objeto de su persecución lo constituía una señora de mediana edad y magra de carnes, a quien venían siguiendo desde hacía varias cuadras, y que había sido hasta hacía sólo pocas horas antes, directora de una de tales escuelas. Lo singular de aquella manifestación era el paso -por demás inusitado- con que marchaba. Aunque las consignas y gritos que se proferían contra la mujer eran soeces -o procuraban serlo-, había algo cansino como del golpe de una aguja sobre el disco rayado. Luego, reflexionando en ello, he llegado a pensar que en la rutina del crimen organizado y calculado hasta el detalle, la maquinaria represiva del Estado, que tan efectiva había sido al principio del Proceso -hasta el punto de que el propio Ernesto Guevara hablase de “terror rojo”-, se había vuelto algo herrumbrosa y necesitaba de fogueo. (La “institucionalización” de la violencia revolucionaria se crece ante tales dificultades y las supera con creces.) Algunos de los que esperaban su turno en las colas del Correos se sumaron al repudio, alejándose todos calle abajo mientras los demás permanecíamos envueltos en un penoso y reconcentrado silencio.

Mientras estas cosas sucedían, uno de mis mejores amigos vino a verme a la casa que yo compartía con mis padres y me propuso irnos juntos del país ¡como escorias! Un conjunto de circunstancias -entre ellas las mismas dudas suscitadas por aquella propuesta, y las consecuencias que seguramente se derivarían de dar un paso en tal sentido- abortó antes de que se esbozara cualquier plan concreto, aquel sueño. No sé si me había resignado ya a renunciar a la posibilidad de realizarlo o no, cuando los hechos me precipitaron en sus brazos de un modo que aún hoy no puedo si no llamar providencial. Pocos días después de la propuesta de mi amigo, otra amiga y colega a la que me unían lazos muy profundos, me informó de su decisión de abandonar Cuba para reunirse con sus familiares. Esta amiga tenía algo más de 13 años cuando sus padres, años atrás, habían conseguido la salida del país por vía legal. (Luego, las autorizaciones en general fueron denegadas y las salidas cerradas por las autoridades cubanas de manera terminante.) Mi amiga decidió no acompañar a sus padres, y las autoridades -haciendo ver el gesto de la niña como una actitud de madurez e integridad revolucionaria- la acreditaron para permanecer en el país sin su familia (esos padres no pudieron hacer valer el derecho de ascendencia sobre su hija, el mismo que curiosamente hoy se enarbola en el caso del niño Elián González). En premio a su actitud, la niña gozó por un tiempo de cierto mimo y se le otorgó el carné de la UJC cuando aún no estaba en edad de ser admitida según sus estatutos. Este mismo mérito, andando el tiempo, pesó lo suyo al concedérsele –también antes de haber arribado a la edad para ello- la militancia del Partido. Pero, pese a la prohibición oficial terminante en tal sentido, ella mantuvo en secreto una correspondencia fluida con los suyos. Con los años también, la madurez emocional y política adquirida y la experiencia de vida, acabaron por deshacer cualquier espejismo o presunto idealismo que hubiese albergado respecto al Proceso. Alguna vez (cuando el tiempo de hacer confesiones ya había llegado para nosotros) me dejó entrever su profunda desolación y desencanto. Pero aún quiso aferrarse -ambos solíamos hacerlo- a sus racionalizaciones un tanto irónicas. De haber acompañado a sus padres, dijo, a lo mejor ahora estaría queriendo saber qué cosa era Cuba, como les ocurría a tantos otros. Ahí estaban los muchachos de “Areíto” y la “Brigada Antonio Maceo”, tan despistados y bien intencionados. –“¿Te imaginas cómo sería yo de Maceíta?...- me espetó a boca de jarro, y ambos nos reímos de la ocurrencia.

Nancy -este es su nombre- me anunció esta vez que había hablado por teléfono con sus padres en Miami y que sus familiares habían decidido venir a buscarla. Su hermano Eduardo ya tenía la embarcación y el dinero. Ella se había informado de todo lo requerido, y sería cosa de presentar la renuncia a su trabajo y de nada más. En vano le aconsejé no confiarse demasiado. Presentarse en el trabajo con el anuncio de que renunciaba era una locura. Además, de cualquier modo que se viera, ella no renunciaba, sino que “era separada automáticamente de su trabajo”. Lo mejor que hacía era irse para La Habana y tratar de contactar a su hermano desde allá. Pero ella me aseguró que no se iba como escoria, sino con el consentimiento de las autoridades y de manera legal. Sus papeles ya estaban en regla. Las autoridades de Inmigración no le habían causado el menor problema. Quise alegrarme por ella, pero un sexto sentido me advertía que algo no estaba claro.

El suyo, fue el segundo acto de repudio que presencié. Para entonces, ya la maquinaria represiva había entrado en movimiento. Calibrada, y sometida a respiros de cuando en cuando, ya contaba con su cuota de muertos y lesionados a lo largo y ancho del país. En uno de sus discursos “orientadores”, Castro había advertido contra la posibilidad de “dar mártires a la contrarrevolución”, por lo que el Estado animaba ahora a ejercer contra los que se iban cualquier tipo de violencia, menos la de darles muerte en la vía pública. Nancy había acudido personalmente a presentar su carta de renuncia, y la habían despedido con un acto de repudio previamente organizado por colegas, compañeros y, por supuesto, estudiantes. A mi clase se presentó un alumno con la encomienda de sumarnos todos al acto de repudio que estaba teniendo lugar. No consigo recordar qué pasó verdaderamente entre este momento específico y aquel en el que me hallé entre los manifestantes. Lo que sí recuerdo es ese otro en que, sin saber cómo, pasé a hallarme al lado de Nancy en medio de un coro vociferante. Creo haber dicho, o intentado decir, algo relacionado con aquello de que “el socialismo se construía voluntariamente”. Todo sigue sucediendo tan rápidamente aún en el acto de recordar, que no sé cómo fue que pasó lo que pasó. La turba nos fue empujando hacia la carretera, mientras nos arrojaba cualquier objeto -recuerdo unos despreciables centavos de hojalata-, huevos y tomates podridos, y nos gritaban, más que consignas, insultos impropios de aquel lugar que representaba la más alta educación y cultura del país. No consentían que abordáramos ningún taxi u otro vehículo, y sólo gracias a la Providencia conseguimos que un automóvil se detuviera y que el conductor, desafiando la furia de la turba, nos instara a subir. En Miami, años después, me encontré cara a cara con uno de los estudiantes que participó en este acto de repudio. No supo qué decir, aunque no hubiera tenido que decir mucho. Recuerdo aún los ojos muy abiertos. Se puso pálido como de cera y luego bajó los ojos y los hundió en un plato que acababan de ponerle delante. No sé si vomitó o no, porque yo no pude ya quedarme en el mismo lugar, y cada vez que me invitan al Versalles, no puedo menos que recordar esta escena.

Gracias al chofer del coche, escapamos (no sé si decir “con vida”) de aquella turba ensoberbecida y cobarde. Nancy logró llegar a La Habana, y tuvo que salir finalmente del país como una escoria más. Ahora vive en Miami, donde intentó suicidarse en dos ocasiones. Decir “vive” constituye un eufemismo, toda vez que resultado de su segundo intento quedó en un estado vegetativo.

Por mi parte, el problema que ahora tenía ante mí consistía en encontrar pronto una fórmula que me salvara de perecer socialmente, seguramente de ser encarcelado o muerto. No sabía qué cosa pensar en tales circunstancias. A los ojos de todo el mundo nada había pasado. Mi familia (en particular mis padres y mi abuela de 99 años entonces) no debían saber nada de lo ocurrido, pero ¿de qué manera evitarlo, librarlos de las represalias que se ensañarían contra ellos? Durante dos o tres días intenté dar la impresión de que salía de la casa para el trabajo o la universidad. Un día supe por alguien que ya el CDR había sido informado de lo ocurrido en la Universidad y que se preparaba otro acto de repudio, esta vez contra la casa de mis padres. Desesperado, me acerqué a la persona que representaba esta organización, y la confronté con los hechos y cuanto sabía. Como viera cierta vacilación en ella, decidí tentar la suerte y le ofrecí dinero para que hiciera cuanto estuviera a su alcance para que aquella villanía no tuviera lugar. Yo me iría de la casa y no volvería a ella, por lo que mis padres y familiares no debían ser molestados. En efecto, dejé mi casa con la excusa de una conferencia en La Habana, y consulté con un amigo el mejor curso de acción en mi caso. Este amigo, que era médico y vivía en Vertientes, me anunció que pensaba presentarse como escoria. Asimismo, me informó en detalles lo que debía hacerse. Los acontecimientos se precipitaban de tal manera (o al menos así me parecía a mí) que no había mucho tiempo para pensar en un curso de acción. No sé cómo llegué a decidirme. A mis padres les dije algo del asunto sin atreverme a ser transparente. Salí definitivamente de mi casa con la impresión –ahora veo lo disparatado de la misma- de que se trataba de resolver algún asunto y regresar. Tal vez por esta misma razón no me despedí de mi abuela. Cuando los meses pasaron sin que se tuvieran noticias mías, ella llegó a racionalizar mi ausencia diciéndose que seguramente me habían mandado a cumplir alguna misión en Nicaragua o Angola. Conociéndola y sabiendo lo amplias que eran sus luces aún a los 99 años, sé que se trató de un recurso desesperado para aceptar los hechos y tal vez para resignarse a la circunstancia de no volver a verme en esta vida.

En Camagüey nos encontramos mi amigo y yo en un punto acordado previamente, a fin de encaminarnos al lugar de reconcentración de “la escoria”. El ómnibus que hacía esta ruta iba siempre abarrotado, pero por alguna razón eran contados los pasajeros que viajaban a esta hora., poco más del mediodía. En cierto momento, el chofer se dirigió a los pasajeros con absoluta confianza y nos dijo que si lo que queríamos era “pedir asilo en la escoria” deberíamos bajarnos un poco antes de llegar a la parada. Todos permanecimos en silencio. Al llegar al lugar paró el autobús, bajamos todos y cruzamos la avenida. Éramos un grupo de unas 20 personas. En ese instante, mi amigo vaciló y finalmente se despidió de mí diciendo que él no iba a arriesgarse. No hacerlo, le valió sin embargo (o tal vez por eso mismo) varios años de ostracismo, al cabo de los cuales consiguió al fin salir y establecerse en los Estados Unidos. Yo había cruzado ya la línea de demarcación y quemado mis naves y sin mirar atrás, entré en la Unidad del Minint, de la que ya no dejarían salir a nadie. Ahí y entonces, comenzaría la primera etapa de mi viaje.

Una multitud con la expresión desesperada y triste que dan la tensión, la fatiga y la desesperación, aguardaba sin saber muy bien qué, presuntamente a ser llamada, públicamente humillada y finalmente conminada a montar, cuando había espacio disponible, en uno de los ómnibus que irregularmente llegaban al lugar. No siempre había lugar disponible, y los que esperábamos nos llenábamos al cabo de fatalismos y angustias crecientes. Aunque había algunos espacios sombreados se nos prohibía “pisar el césped”, con lo que estábamos obligados a permanecer al sol. De vez en cuando nos vendían unas raciones de arroz cocido sin sal ni gusto a nada remotamente bueno, servido en cajas de cartón de cuyo olor se impregnaba el arroz. Bebíamos –también pagando- raciones de agua soleada que más parecía un caldo espeso, cuando la oficialidad lo determinaba. A pocos metros había una fuente de agua helada, vedada para nosotros. El intento de beber de ella le había costado patadas y culatazos a un jovencito flacucho y desnalgado, de pómulos prominentes en la cara desdentada. Al cuarto día de estar allí, fui llamado por los altoparlantes. Ningún autobús había arribado, de manera que no me llamaban para autorizarme a partir. Se trataba de “un ajuste de cuentas” -para decirlo en sus propias palabras- que un oficial recién llegado al lugar exigía. Este oficial había sido alternativamente en Vertientes y luego en Camagüey un figurón de proa del Ministerio de Cultura. Le había conocido cuando siendo yo un joven escritor había pertenecido a los talleres literarios primero, y luego -antes de ser separado de esta organización- a la Brigada Hnos. Saíz de la JEAC. De algún modo, descubrir mi presencia allí suscitó en él no sé qué pruritos revolucionarios que lo llevaron a provocarme. Comenzó por decirme que hablara claro con él, que le dijera bien claro por qué razón estaba yo allí. En las manos sostenía una carta autoincriminatoria, escrita por mí y firmada por la responsable del CDR al costo de $150 –más de la mitad de mi salario de un mes-. Le hice ver que la carta se lo explicaría mejor de lo que yo podía hacerlo. Me dijo que no estaba pidiéndome explicaciones sino exigiéndomelas. Lo fraseó con otras palabras, naturalmente, y por último, con las manos en jarra, me espetó aquello de que “porque la Revolución es muy justa y generosa, chico, lo que no consiento es que se burlen de ella, para que lo sepas, so maricón. ¡Que eso es lo que tú eres! Una escoria de mierda”. En ese instante debí estar loco, con esa locura temeraria que a veces da la desesperación o el sentido de haber tocado fondo. Le respondí con ostensible ironía que “seguramente, gracias a las virtudes y a la generosidad de la Revolución que personas como (él) representa(ba)n, él estaba del lado de las personas decentes y yo en el lado de la escoria”. Dudo que pudiera entender exactamente mis palabras, pero tal vez eso mismo excitó más su odio. Lo vi quitarse la gruesa faja militar y pensé que me iba a matar con su pistola. En lugar de esto, lo que hizo fue comenzar a azotarme con la faja. Pronto se le sumaron otros y a la azotaina se añadieron golpes y patadas. Gracias a la intervención de un oficial de más rango, se detuvo aquello. Por orden suya, fui luego cargado por mis compañeros y colocado en algún lugar a la sombra escasa de un alero. Allí al poco rato un médico o enfermero me practicó un somero examen y dictaminó que lo único que necesitaba era un poco de descanso. Con un ojo semicerrado no alcancé a distinguir si lo decía con sarcasmo. A los 11 días de estar en este campamento, presa de un profundo abatimiento y aún adolorido por la golpiza, me llamaron nuevamente, pero esta vez se trataba de salir con destino a La Habana.

En algún lugar del camino, no sé si antes de entrar a las Villas o aún en Ciego de Ávila, el autobús hizo escala en un merendero completamente desierto para que bajáramos a comer algo. El autobús había salido de Santiago de Cuba, de madrugada, y ésta era la primera parada que hacía para que los viajeros comieran alguna cosa. Las empleadas del lugar, atemorizadas, daban la impresión de ser nórdicas de nacimiento, tan glacial y distante era su trato. Estiré cuanto pude el dinero que aún escondía en el calcetín en previsión de cualquier eventualidad, y pagué $3.00 por un emparedado de pan viejo, que sólo contenía un trozo de requesón. No había agua, o las empleadas tenían orientado decir aquello, y pagué otros $2.00 por una limonada al tiempo. Llegamos a la capital muy tarde esa noche. No sé por dónde tomamos para alcanzar este sitio apartado al que en algún momento nos dijeron que estábamos destinados. Su nombre era “Cuatro Ruedas”. Tal vez un antiguo aserradero, o un campo de entrenamiento de algún tipo. Lo rodeaban unos tablones muy altos que no nos permitían ver hacia fuera ni ser vistos desde allí. En este lugar nos obligaban a deshacernos del carné de identidad, que depositábamos en una cubeta. Allí también nos “examinaban” nuevamente como si quisieran asegurarse de quiénes éramos. Parecía cosa de rutina. Aquí había muchas mujeres oficiales. Éstas se esforzaban por dar pruebas de su celo revolucionario conminando, por ejemplo, a una “loquita” apodada “La Holguinera” a que se bajara los pantalones; y a un viejo vencido por la edad y quién sabe cuántas otras vivencias, a que le tocara las nalgas. Como el viejo se negó, las oficiales lo ofendieron llamándolo “viejo bugarrón barato”, amenazándole con “echárselo a los comunes que se lo iban a comer como pirañas”.

En Cuatro Ruedas se suscitaron varios “incidentes” entre los perros y la población no canina, en la que los primeros llevaron la mejor parte. En este sitio esperé 4 días a ser llamado para embarcar, y el último, presencié uno de tales ataques. No sé qué cosa hizo saltar el detonante. Alguien me había ofrecido su espalda y había requerido la mía para poder recostarnos y dormir algo, y profundamente dormido estaba cuando sentí repetidamente en la cara el contacto de algo frío, húmedo. Al abrir los ojos, tenía delante de mí un enorme perro pastor alemán que me lamía la cara. No sentí miedo. No me dio miedo alguno. Tal vez tuve tanto miedo que no lo supe y aún no me he enterado. Lo cierto es que el perro no me agredió. El caos a mi alrededor era tremendo, pero no había conseguido salir de mi sueño; tampoco al compañero que me prestara su espalda lo habían avivado los gritos ni el corre-corre. Cuando por fin los perros fueron atraillados nuevamente, había muchos heridos entre nosotros. Unos, mordidos; otros, pisoteados por los que trataban de escapar al ataque de los animales, o golpeados –dirían los guardias- en la confusión producida, por otros que buscaban cobrarse un viejo agravio.

En el autobús que nos trasladó desde Cuatro Ruedas al Mosquito, punto de embarque en la costa, había varios heridos. Uno de ellos había perdido un ojo, vaciado, sin saber cómo ni cuándo. Lo llevaron a curar a algún lugar fuera de allí y lo trajeron nuevamente.

Al Mosquito llegamos de noche y nos indicaron bajar y buscar donde colocarnos. Apenas si había espacio disponible y, a menos que uno se acomodara sobre el diente de perro, debía permanecer de pie. A veces se suscitaban peleas por un palmo de tierra, que los guardias unas veces obviaban, y otras acababan a culatazos. Creo que nos mantenían separados o tal vez agrupados en categorías que no recuerdo. Sólo me parece recordar que los presos políticos -¿o eran los criminales peligrosos?- ocupaban un área aparte. En el perímetro donde estaba, las autoridades no intervenían cuando prácticamente a la vista de cualquiera –aunque era de noche el lugar estaba profusamente iluminado- dos hombres tenían sexo y algunos otros esperaban en fila su turno.

Toda la noche estuvieron llamando por los altavoces a aquellas personas que debían embarcar, no sé si de inmediato, o luego de algún otro escrutinio. Como a las seis de la mañana oí mi nombre. Nos fueron concentrando en el interior de una fuente vacía, a la espera de algo. Antes nos obligaron a desnudarnos mientras permanecíamos apelotonados allí, y una vez en cueros nos hacían subir nuevamente y avanzar hasta colocarnos frente a una mesa a la que estaban sentados varios oficiales. Éstos formulaban algunas preguntas y autorizaban a seguir de largo o, por el contrario, obligaban a volverse a cualquiera. Aquellas preguntas, formuladas a veces por una muchacha de bello rostro, y no siempre con voz crispada, eran de este tenor: “¿Y tú por qué te vas del país, si aquí no te hemos hecho nada? ¿Te gustan más las pingas de los imperialistas? Chico, ¿tú no crees que hasta para ser maricón hay que tener un poquito de dignidad? ¡Aquí no se persigue a nadie por ser homosexual! ¿No te queda ni un poquito de patriotismo por ahí?”

En El Mosquito conocí a Delfín. Decía tener 15 años, luego me confesó tener sólo 13. No sé de qué manera se las arregló para colarse allí, pero su edad no pareció nunca delatarlo o constituir motivo de rechazo por parte de las autoridades. Decía no tener padres. Ambos habían muerto. Él en Angola, ella suicidada. Una tía que se había hecho cargo de él estaba medio loca.

Cuando finalmente me autorizaron a partir perdí de vista al muchacho, y ya no lo volvería a ver sino hasta que coincidimos nuevamente en el Fuerte de Indiantown Gap. Un oficial nos indicó el muelle y a él nos dirigimos en una fila apretada y silenciosa. El barco ya estaba atestado y nos fuimos haciendo sitio como podíamos con la ayuda de algún marino preocupado por la distribución del peso a bordo del viejo camaronero. De las gavias del barco colgaban los hombres como racimos, y los había igualmente sobre el techo del camarote y donde quiera que fuera concebible hacerlo. Para las pocas mujeres, los enfermos, los viejos y los niños, se había reservado el área más protegida de la cabina de mandos y el interior del barco. Cuando se autorizó la salida del Coral Reef, nos hicimos a la mar con una carga humana de entre 250 y 300 personas. La travesía nos tomó aproximadamente 17 horas hasta alcanzar Key West, en La Florida.

En Indiantown Gap, la base militar en Pennsylvania a donde sería enviado, conocí a Luis y a su mamá. Él era un retardado mental de unos 50 años, y ella una señora que debía pasar de los 70. Cuando las autoridades cubanas “competentes” decidieron abrir las cárceles y hospitales psiquiátricos a fin de que delincuentes comunes y enfermos mentales “pudieran ejercer su derecho a irse del país si así lo deseaban”, Luis resultó uno más entre los invitados. Generosamente le ofrecieron a su madre la posibilidad de acompañarlo, ya que ella se ocupaba de él y era su único familiar en Cuba. Ambos estaban en una situación física y mental tan precaria que quienes hacíamos trabajo voluntario –de verdad esta vez- en la Mental Health Clinic improvisada por profesionales cubanos y norteamericanos –también voluntariamente- nos turnábamos para alimentarlos, bañarlos y vestirlos. Un hijo de la señora, avecindado en Puerto Rico, consiguió saber que su madre y su hermano se encontraban en la base. Nunca olvidaré el momento cuando el reencuentro se produjo.

El mío con mi familia no tendría lugar sino más de 15 años después, cuando, tras haberme denegado la autorización en varias ocasiones, consintieron que volviera de visita al país. Como es bien sabido, sólo la necesidad de conseguir dólares por parte del Estado cubano, y no un acto de compasión, ha hecho posible este género de visitas.

Aunque mis padres nunca me lo han dicho, otros se expresaron por ellos. Por estas personas supe que a pesar de haber abandonado mi casa con el fin de protegerlos de la hostilidad organizada, sufrieron no una sino varias manifestaciones de repudio. Incluso, a mi padre, porque cubrió con una lechada las consignas e insultos contra ellos que habían escrito en el portal de la casa, le arrojaron huevos y lo amenazaron con darle muerte.

Siempre me sentí culpable de que la muerte de mi abuela hubiera ocurrido seis meses después de mi salida. Me culpaba por la precipitación con que había salido de casa, por no haberme despedido de ella. ¡En fin, por tantas cosas...! Pero los verdaderos culpables fueron aquellos que al pasar le gritaban insultos a sus 99 años y se burlaban de aquellos que tenían por arranques de vieja loca y contrarrevolucionaria, cuando no eran otra cosa que las expresiones de indignación de una señora que a muy temprana edad conoció desde dentro la experiencia de la Reconcentración de Valeriano Weyler y vio morir de viruelas negras a sus once hermanos. La misma que siendo maestra de escuela primaria y mujer joven se había enfrentado resueltamente a las fuerzas de Batista y le había enseñado a sus estudiantes el amor a la patria y a la libertad por la que habían peleado en la manigua su padre y sus tíos, entre ellos el Coronel Reytor. La misma a quien en mi presencia –y no siendo ya joven- empujaron y amenazaron los guardias castristas de Boniato en presencia de un niño no mayor de diez años (ése era yo) por reclamar que les permitieran a los familiares ver a sus presos, razón por la que muchos habían viajado de todas partes de la isla. Estas líneas, que en su incoherencia intentan expresar el amor a Cuba que aprendí de mi abuela, y el dolor y la ignominia que cada día padecen los que allí viven, están dedicadas en primer lugar a su memoria, aunque sea éste un homenaje muy por debajo de su merecimiento y de mi deuda de cariño y gratitud para con ella.


(Philadelphia, 24 de Abril de 2000)



Epílogo


Carezco del distanciamiento y la profesionalidad necesarias para entrar en las palabras sin implicarme demasiado, pero aseguro que –después de haber filtrado, por obvios problemas de extensión, tanto en el texto escrito por mí como en los testimonios, aquellas vivencias y opiniones que inevitablemente se repetían- los puntos comunes que han podido quedar y que por respeto a todos no me atrevo a limitar a uno en detrimento del de otros, son producto de una total coincidencia y espontaneidad. Cada uno de los que intervenimos en este HOMENAJE hemos desarrollado nuestras ponencias por separado y sin haber acordado previamente ninguna posición unificada: de hecho, yo soy amigo de los tres, pero ellos no se conocen entre sí.

Este trabajo a punto ha estado de no llegar a ninguna parte, por la desestabilización emocional que a cada uno de nosotros ha provocado. Sé que no soy yo, en definitiva, quien realmente tiene por qué pedir perdón, sino la Revolución Cubana y sus acólitos, pero no puedo evitar sentirme culpable por haber hecho recordar a estos amigos lo que nunca deberíamos haber vivido.

Únicamente espero que tanto gratuito sufrimiento sirva para que alguien, en alguna parte, al leerlo, quede reflexionando, aunque sólo sea por cinco minutos.


(Madrid, 26 de Abril de 2000)



Glosario de Siglas


PCC: Partido Comunista de Cuba
CDR: Comité de Defensa de la Revolución
MININT: Ministerio del Interior
SNTC: Sindicato Nacional de Trabajadores de Cuba
UMAP: Unidades Militares de Ayuda a la Producción
ICAIC: Instituto Cubano de Artes e Industria Cinematográficos
ORI: Organizaciones Revolucionarias Integradas
ACNUR: Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados
FEEM: Federación Estudiantil de la Enseñanza Media
UJC: Unión de Jóvenes Comunistas
ISE: Instituto Superior Educacional
IPE: Instituto para el Perfeccionamiento Educacional
IPS: Instituto Pedagógico Superior
JEAC: Jóvenes Escritores y Artistas Cubanos